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II. Posible influencia en San Juan de la Cruz. (Continuación)
Como ya apuntábamos a principio, el profesor Cristóbal Cuevas en el estudio que precede a su edición del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz (ver nota 4), al referirse a los comentarios en prosa que hace el santo carmelita de sus propios poemas, lanzó al aire la posibilidad de una influencia de la Glosa de Luis de Aranda a las Coplas de Jorge Manrique.
Incluye el mencionado profesor los comentarios sanjuanistas como un eslabón más de esta moda literaria de la época y, después de citar algunos ejemplos de los más significativos, no duda en afirmar que "en todos estos libros hemos hallado innegables rasgos de semejanza, en estructura y metodología, con los tratados sanjuanistas" (p. 36). Y más adelante observa: "Para nosotros, no obstante, el precedente más claro de nuestros tratados se halla en la Glosa de moral sentido de Luis de Aranda. Nos parece muy probable que San Juan de la Cruz conociera este libro —publicado, no lo olvidemos, en 1.552—, ya que su autor, como Sebastián de Córdoba, era vecino de Úbeda y es de presumir que sus obras tuvieran amplia difusión entre sus paisanos y conciudadanos". Argumenta a continuación que las unidades en que se divide el libro de Aranda van encabezadas por la correspondiente copla original, "a la que sigue el comentario prosístico, en el que se integra ocasionalmente uno o varios versos de la copla, de la misma manera que lo hace San Juan de la Cruz. El método exegético se basa también en la búsqueda de los cuatro sentidos clásicos, en la hermenéutica bíblica. Y resulta curioso el que Aranda, a propósito del verso "contemplando", haga una apologia de la contemplación, orientada sobre todo a la reflexión religiosa en la soledad —algo muy próximo a la meditación discursiva—" (p. 37).
Nos econtramos, pues, con que tanto las glosas en prosa de Aranda (ya insistimos en las ideas fundamentales de la "Epístola" que las precede) como los comentarios del místico responden a una corriente doctrinal muy típica del momento.
Está hoy prácticamente admitido por todos que San Juan de la Cruz compuso con anterioridad sus poemas. Precisamente se conservan los testimonios de varias personas relacionadas con él que le pedían con insistencia el comentario de los versos. Éstos se fueron haciendo aisladamente, hasta que el santo los ordenó en la forma definitiva en que ahora los conocemos.
Sobre las peticiones hechas a San Juan de la Cruz para llevar a cabo este cometido, él mismo nos confiesa algún caso: al final del "Prólogo" de la Subida del Monte Carmelo nos dice que su intento va dirigido a "algunas personas de nuestra sagrada Religión de los primitivos del Monte Carmelo, así frailes como monjas, por habérmelo ellos pedido"; al frente de la aclaración del Cántico espiritual hace alusión a la "petición de la Madre Ana de Jesús", y al frente de la declaración de la Llama de amor viva habla de la "petición de doña Ana de Peñalosa".
En el caso concreto del Cántico (pienso que habría que decir lo mismo de la Llama) opina, no obstante, Cuevas que el hecho de que el santo atribuya todo el conjunto sólo a la petición de la Madre Ana de Jesús, parece indicar que estamos ante el tópico literario de la "falsa modestia" como forma de iniciar un tratado, punto al que ya hicimos referencia anteriormente al tratar de Aranda.
De todas formas, interprétense tales alegaciones en sentido literal, o como consecuencia de una moda literaria, lo que no ofrece la menor duda es que estamos ante una clara coincidencia entre ambos autores.
Ahora bien, y antes de seguir adelante, conviene plantear ya de cara esta pregunta: ¿Conoció San Juan de la Cruz la Glosa de moral sentido de Luis de Aranda?
Evidentemente resulta imposible dar una respuesta categórica, pero sí vamos a intentar responder de la forma más satisfactoria que nos sea posible. Es difícil precisar la fecha de las redacciones definitivas de los comentarios sanjuanistas, aunque es admitido comúnmente que éstos comenzaron a realizarse de forma aislada a partir de su estancia en tierras jiennenses (Beas, el Calvario, Baeza)
a partir de 1578 y con mayor dedicación en Granada, ciudad a la que llegó en 1582.
El libro de Aranda, cuyo privilegio lleva fecha de 1552, apareció impreso en Valladolid, quizá porque salía bajo el patrocinio del Secretario de Su Majestad Juan Vázquez de Molina.
Cabe, pues, conjeturar que posiblemente pudo conocerlo el santo en sus estudios juveniles en la cercana Medina (1559-1563). Si algunos sospechan que en esa época pudieron llegar a sus manos los poemas de Garcilaso, con más motivo habría que admitir el conocimiento de la obra de Aranda ya que, dado su carácter claramente didáctico doctrinal, no levantaría sospechas que impidieran su difusión.
Pero de no ser así, parece más probable que llegara a los dominios del santo durante su estancia en tierras de Jaén, justamente cuando comenzaban a gestarse los comentarios de su obra poética.
Algunos estudiosos se han mostrado bastante reacios a admitir como lecturas del místico carmelita otros libros que no fueran los de la Sagrada Escritura, amparándose en el testimonio de diversas personas que confiesan que era el único libro que tenía en su celda. Sin embargo, no es menos cierto que hay otros testimonios que avalan la opinión de que el santo era aficionado a leer otra clase de obras. Como muestra de ello fijémonos en el detalle aportado en la declaración de Juan Evangelista cuando dice: "Si había menester haber algún otro libro, lo tomaba de la librería común y los volvía luego a ella" (10).
Vistas así las cosas, creo que no resulta aventurado pensar que el libro del ubetense Aranda pudo llegar a su poder. Bien es cierto que el santo no reside en Úbeda hasta los meses finales de su vida, pero no se puede olvidar su paso por la ciudad de la Loma en las visitas que hacía desde Baeza a las religiosas de Beas. Incluso hay otro aspecto digno de tenerse en cuenta. Durante su estancia anterior en el Calvario, llena de penurias económicas, sabemos que recibía frecuentes visitas de ubetenses que le llevaban alimento y otras cosas necesarias para el sustento, como es el caso de un criado de Andrés Ortega Cabrío (padre del futuro fray Fernando de la Madre de Dios) o el de los caballeros Cristóbal de la Higuera, Diego Navarro y Juan de Cuéllar, con los que continuó su amistad, como lo prueba el hecho de que aparezcan junto a su lecho momentos antes de su muerte.
¿No es fácil presumir que, lo mismo que estos personajes estaban tan preocupados por el alimento corporal del santo, lo estarían también por el espiritual y atenderían esta necesidad procurándole algún ejemplar de obras edificantes de autores ubetenses como Sebastián de Córdoba o Luis de Aranda? Creo sinceramente que lo más difícil sería opinar lo contrario.
Hay, no obstante, un punto que imagino a nadie habrá pasado desapercibido. San Juan de la Cruz pudo conocer, efectivamente, el libro de Aranda, ¿cómo explicar que una obra que comenta poemas de otros autores (Aranda-Jorge Manrique) influyera en los comentarios en prosa del místico a su propia obra poética?
Esta misma pregunta ya se la ha planteado el profesor Cuevas y creo que la responde con gran agudeza aduciendo que lejos de ser un impedimento al influjo de Aranda, se constituye en una prueba más a favor. Reproduzco las atinadas palabras de Cuevas: "Al considerar (San Juan de la Cruz) sus versos como inspirados, al menos parcialmente, por Dios, su autoría personal se diluye a sus ojos en la misma medida que los poemas se objetivan y distancian como obra del gran artífice e inspirados de la verdad y de la belleza. Parafrasear entonces una obra que en buena parte le ha sido dada gratuitamente no le parece ya una tarea inmodesta, sino una responsabilidad ineludible de esclarecer el mensaje de que se siente depositario. Desde este momento, la realización del comentario no es sólo algo posible o deseable, sino un deber imperioso de hacer operante y eficaz el don recibido" (p. 39).
Aurelio Valladares Reguero
Catedrático de Lengua y Literatura
Española del I.B. "San Juan de la Cruz"
(10) Véase Vida y Obras de San Juan de la Cruz; Madrid. B.A C.,1964, p. 246, nota 34ª.
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