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Entre las muchas cosas que se perdieron con las obras de la Plaza de Andalucía, no fue menor el monumento del general Saro. Desmontado al inicio de las obras, no ha vuelto a hablarse de su instalación tras la finalización de las mismas. Y así, el monumento duerme el sueño de los justos almacenado no se sabe bien dónde ni en qué estado. Con el problema que esto conlleva, no tanto para la estatua del general –que al ser de bronce resistirá mejor los envites del tiempo– cuanto para las piedras del monumento, ya de por sí desgastadas por el agua de la fuente. Puede, poniéndonos en lo peor, que ya sea tarde para salvar las piedras del monumento. Pero sigue siendo necesario esclarecer algunos aspectos relacionados con el monumento y con el personaje que le da –o le dio– nombre.
SARO FRANQUISTA
Uno de los principales argumentos contra el monumento de Saro ha sido el de ligarlo a la dictadura franquista. Pero resulta que es completamente imposible que el general Saro participara activamente en la dictadura de Franco porque Saro fue fusilado en Madrid durante los primeros días de la guerra. Es más: no se ha podido probar en modo alguno la participación de Leopoldo Saro en la génesis que llevó al golpe de Estado del 18 de julio, cuyo fracaso desencadenó la Guerra Civil.
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¿Qué Saro pudo “comulgar espiritualmente” con los promotores del golpe y con las ideas que sustentaban éste? Pues pudiera ser que sí. Pero como millones de españoles que no dudaron en alzarse en armas contra la legalidad republicana. Ahora bien, si todo el argumento para que monumento del general Saro tenga que ser definitivamente condenado a la destrucción, se basa en la supuesta afinidad ideológica del general con ciertos sectores de lo que sería el bando nacionalista durante la guerra, parece demasiado pobre argumento.
La situación cambiaría si en verdad el general Saro hubiera participado en el bando franquista y hubiera colaborado con la dictadura. Sería, entonces, mucho más compleja la discusión y, paradójicamente, más fácil la solución. En este supuesto, entrarían en liza la sana voluntad de un país de eliminar los símbolos de aquello que remite a un pasado en el que la falta de libertad y la humillación permanente de los vencidos se convirtieron en norte de la acción política, y la cuestionable necesidad de una ciudad de agradecer la labor de aquellos que ayudaron al bienestar de sus ciudadanos. Si el general Saro hubiera sido un “franquista”, esto es, si se hubiera alzado en armas contra la democracia republicana y hubiera colaborado luego con la dictadura de Franco, yo mismo estaría plenamente convencido de la necesidad de retirar su monumento de nuestras calles y devolvérselo a su familia.
No creo que una democracia, si de verdad está sana, tenga que guardar los restos de la dictadura. No vale el argumento de que los símbolos del franquismo que aún perviven son parte de nuestra historia y que por eso hay que conservarlos. Para conocer la historia están los libros, las narraciones. Pero un monumento o el nombre de una calle o una plaza no son un manual de historia: son algo que se dedica al homenaje de una persona, algo que se hace para honrar, para agradecer. ¿Alguien se imagina que la democracia alemana conservase estatuas de Hitler o de alguno de los jerarcas del partido nazi sólo porque forman parte de la historia? ¿Y la ofensa permanente que supone ese homenaje que son las estatuas y los nombres de las calles, cómo curarla si no es retirando las estatuas y descolgando las placas? Por eso, parece razonable que se eliminen los restos de la nomenclatura franquista en calles y plazas, que se retiren las estatuas del dictador: la democracia española no puede seguir conservando esos restos levantados para homenajear un tiempo felizmente fenecido. Cuando un país inicia la revolución de la libertad el símbolo de aquello que comienza son las estatuas de bronce que representan el terror derribadas por el suelo. Cayeron en Alemania las estatuas de Hitler, en Rusia las de Lenin y Stalin... pero España aún conserva estatuas de Franco. Bueno, pero este no deja de ser otro tema de discusión.
Porque Saro, por muy duro que resulte para algunos el descubrimiento de esta verdad, no pudo ser un franquista ya que fue fusilado antes de tener ni la más remota posibilidad de serlo. Luego el análisis sobre la conveniencia de volver a instalar la estatua del general Saro deber partir de otros aspectos. Desmontados los argumentos de que Saro fue un franquista o de que participó en la Guerra Civil contra la República, la discusión debe partir de otros argumentos.
LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA
De todos es conocida la participación de Saro en la Dictadura de Primo de Rivera. Pero no se puede decir que Saro fue un “fascista” o un franquista por haber colaborado con Primo. Y es que la Dictadura de Primo de Rivera no puede tener la misma consideración que la dictadura de Franco. Son distintas desde todos los puntos de vista menos, tal vez –y esto es muy complejo–, desde el más profundo sustrato ideológico. Mientras que Franco hace de su dictadura un régimen, construido a sangre y fuego tras una guerra infinitamente cruel, Primo de Rivera –pese a determinados intentos de los últimos años– no dejó de considerar su Dictadura un mero gobierno. O sea, que el franquismo implica una visión ideológica completa de la realidad, mientras que la Dictadura de Primo es un modelo de gestión inscrito dentro del régimen de la Restauración. Fijémonos en como todos los manuales de historia se refieren a la Dictadura del general jerezano con mayúsculas (la “Dictadura”), como uno más de los gobiernos de la Restauración (el Gobierno Dato, el Gobierno Maura, la Dictadura de Primo...). Mientras, la dictadura de Franco se escribe con minúscula, como con minúscula se escribe “el régimen republicano”, “la democracia española” o cualquier otro tipo de régimen, ya que en este caso la mayúscula se reserva para la sustancia jurídica que suponen el Estado Nacional, la II República o la Monarquía parlamentaria, respectivamente.
No quiere decir lo anterior que Primo de Rivera no tuviera una concepción filosófica de la realidad, que la tenía. Quiere decir que Primo, al dar el golpe de Estado de Barcelona, lo que pretende es instaurar un gobierno (no un régimen) destinado a dar solución rápida a los problemas del país, disolviéndose a continuación. Primo llega en septiembre de 1923 como el “cirujano de hierro” largamente esperado. Y eso se nota en el ambiente de esperanza general que levanta en prácticamente todos los ámbitos de la vida española. Tanto, que salvo las voces de Unamuno o de los socialistas Prieto y Fernando de los Ríos, todas las fuerzas vivas del país colaboraron con la Dictadura. Recordemos que incluso la UGT y el PSOE llegaron a tener a Largo Caballero, representante de su sector más izquierdista, como Consejero de Estado.
La Dictadura de Primo fue un régimen “bonachón”, “paternalista”, liberal a su manera (y eso se nota en el mismo enfrentamiento entre Primo y Unamuno), con una preocupación sincera por solucionar problemas graves que la Restauración arrastraba desde sus orígenes. Que lo consiguiera o no es otro tema, pero lo indudable es que hay un manojo de logros que nadie puede negarle a los años de la Dictadura: liquidación de la guerra de Marruecos, impulso a las obras públicas, ampliación de la red de escuelas públicas, política municipalista y de bienestar social... El gran error de Primo fue intentar perpetuarse en el poder con el Directorio Civil, con la Unión Patriótica, con la Asamblea Nacional. Si al finiquitar el problema marroquí Primo se hubiera retirado del poder, estoy convencido de que la memoria que nuestros abuelos guardan de aquellos años apacibles se habría multiplicado por mucho, y hoy, las principales calles o plazas de España tendrían el nombre del general Primo de Rivera. Pero Primo cometió el error de aferrarse el poder, y eso fue desinflando el entusiasmo en su "gobierno bisturí”.
Los breves apuntes anteriores creo que dan una ligera idea de las grandes diferencias existentes entre Primo y el franquismo. Pero si no fueran bastantes, hay un dato que debiera resultar determinante: la Dictadura, cuando “persiguió” a sus enemigos políticos no dejó de hacerlo de una manera “cordial”, “liberal” a su modo, y los fusilamientos de adversarios políticos no existieron. La Dictadura tuvo siempre conciencia de su limitación en el tiempo, a diferencia del franquismo, que nació y vivió con vocación de eternizarse. Por eso, Primo no fusilaba a sus adversarios: sabía que un día podrían ser necesarios para España. He ahí el rasgo liberal del general mujeriego y paternalista. Franco, por el contrario, estaba convencido de que el futuro de España debía escribirse sobre el sufrimiento y la aniquilación de los que más que adversarios se consideraron enemigos, a los que se negó cualquier posibilidad de poder aportar algo en la vida española. La de Primo es todavía una dictadura del siglo XIX, regeneracionista; la de Franco es ya una dictadura del siglo XX. Desde el fin del gobierno de Primo de Rivera, en 1930, al comienzo de la Guerra Civil, en 1936, el mundo y la concepción de la política han cambiado radicalmente: en sólo seis años la filosofía política del nacionalsocialismo cambió la visión del mundo, haciendo del crimen masivo un arma legítima de enfrentamiento político.
Saro colabora con esa Dictadura, con la de Primo de Rivera, que no es comparable a la de Franco. Lo que hay que ver es si la colaboración de Saro con Primo de Rivera, que sólo fue en primera línea durante las semanas inmediatamente posteriores al golpe de Estado, antes de la constitución del Directorio Militar, es motivo suficiente para mandar su estatua al baúl del olvido.
(Continuará)
Manuel Madrid Delgado
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