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No hace falta recurrir a ningún insigne filósofo, sino al más familar Pero Grullo, para afirmar que cualquier gran acontecimiento de la historia ha dependido de una serie de causas menores que lo hicieron posible. Conocida es la anécdota de los clavos de herradura que variaron la suerte de un país: el caballo del general se quedó sin herradura, la cojera del caballo hizo perder la batalla al general y la historia del país tomó un rumbo muy diferente por tan insignificante circunstancia inicial.
Sin llegar a límites tan extremos, aunque no muy distintos en su esencia, podemos ver un buen ejemplo de la afirmación del principio en un momento crucial de la historia de España.
No cabe la menor duda de que una de las etapas claves de nuestra historia fueron los años finales del siglo XV. Efectivamente, tras un largo periodo de intrigas palaciegas en la Corte de Castilla, llegó al poder la reina Isabel la Católica, en quien confluyeron un conjunto de circunstancias estelares: final de la Reconquista con la toma de Granada, descubrimiento de América y, como telón de fondo, la unificación de España, después de su matrimonio con Fernando de Aragón. En definitiva, se sentaron entonces las bases de lo que luego ha sido España hasta los tiempos presentes.
Los hechos fueron así. Ahora bien, cabría volver la vista hacia atrás y considerar que para que Isabel llegara a convertirse en reina de Castilla tuvieron que producirse más de una "carambola" (perdónesenos esta expresión coloquial), juego en el que —siguiendo el símil— intervino una bola que propició tales lances: Beltrán de la Cueva. Hagamos algunos recordatorios históricos, aunque sólo sea de forma muy sucinta.
Las turbulentas vicisitudes de la vida cortesana en la Corona de Castilla tienen un fiel exponente en el rey Enrique IV, cuyos veinte años de reinado (1454-1474) estuvieron marcados por la tacha de "impotencia", que, a la postre, incidiría decisivamente en los acontecimientos posteriores, hasta el punto de que ha pasado a la posteridad con el sobrenombre de "el Impotente". Después de la disolución de su fracasado matrimonio con la infanta Blanca de Navarra (ya comenzaron aquí las dudas sobre su virilidad), casó con Juana de Portugal, mujer que con su comportamiento no muy recatado avivó las sospechas que se cernían sobre el matrimonio.
Por entonces comenzaba a brillar en la Corte un joven de Úbeda, Beltrán de la Cueva, a quien Enrique IV conoció en un viaje a tierras andaluzas. El monarca había sido recibido con todo tipo de atenciones en casa del ubetense, perteneciente a una ilustre familia de fronteros, y debió de ser tal la simpatía despertada en el rey, que éste se lo llevó consigo, le nombró paje de lanzas y más tarde camarero mayor. Nuestro paisano no desaprovechó las oportunidades de tan privilegiada situación, que orientó en su favor valiéndose de sus dotes personales y haciendo gala de ostentación y lujo en cuantas ocasiones podía. Fue famoso, entre otros hechos, el "paso de armas" que sostuvo en El Pardo, en 1455, con motivo de la llegada de una embajada de Bretaña a Madrid (1). Allí defendió la belleza de una dama, cuyo nombre no quiso revelar, si bien los rumores populares pronto apuntaron hacia la soberana.
Las supuestas relaciones amorosas entre don Beltrán y la reina fueron alentadas por los bandos rivales cortesanos, que procuraban por todos los medios hacer perder la influencia del favorito. Y es en tales circunstancias cuando tiene lugar, en marzo de 1462, el nacimiento de la infanta Juana, la cual fue jurada como heredera en las Cortes de Madrid. A las sospechas sobre la "impotencia" del monarca se unieron las de las relaciones del ubetense con la reina, propiciando los comentarios y rumores de que la desafortunada niña no era hija de Enrique IV, sino de su favorito Beltrán de la Cueva. El apodo de "la Beltraneja " ya no iba a separarse más de ella.
No es el caso ahora de rastrear las abundantes fuentes historiográficas de que se dispone. Sí conviene advertir, por lo que respecta a los cronistas de la época, que éstos redactaron sus obras en el reinado de Isabel, por lo que deben ser tomadas con ciertas reservas. Entonces interesaba mantener que Juana era "Beltraneja" y no poner en entredicho la legitimidad de Isabel. No obstante, entre los estudios modernos ha cambiado sustancialmente el panorama en este punto. Citemos, a título de ejemplo, el documentado Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo (2), del conocido médico y escritor Gregorio Marañón, quien, tras un pormenorizado análisis de la persona del rey, concluye indicando que no hay argumentos de peso para dudar de que Juana era hija de Enrique, desterrando de esta forma la paternidad de Beltrán de la Cueva, al que, por cierto, despacha con juicios bastantes peyorativos (3).
Esto es lo que hoy piensan los historiadores. Pero en aquella época, cuando no existían las pruebas de paternidad, la opinión popular, azuzada por los bandos rivales, comidos por la envidia de los favores reales hacia el ubetense, hicieron que los acontecimientos discurrieran por otros derroteros.
La poesía satírica de la época, que encontró el terreno abonado en las intrigas palaciegas, no perdió la ocasión de cebarse en Beltrán de la Cueva. Valgan como muestra las críticas feroces que le dedican las conocidas Coplas de Mingo Revulgo o las diatribas llevadas hasta límites insospechados, rayando en lo soez y tabernario, de las no menos famosas Coplas del Provincial.
Todo este clima explica las maniobras de los bandos rivales, con el Marqués de Villena a la cabeza. El 5 de junio de 1465 tuvo lugar la llamada "farsa de Ávila", donde el infante Alfonso, hermano del rey, fue coronado con el nombre de Alfonso XII. La debilidad de Enrique le llevó a diversas negociaciones con los conjurados. Ocurrió entonces la muerte repentina de Alfonso (1468) y las miras se dirigieron a la hermana del rey, la infanta Isabel, a quien se la proclamará como heredera en el tratado de los Toros de Guisando (19-9-1468), hecho en el que, para abrir las puertas del poder a la futura reina Católica, se reconocía la ilegitimidad de Juana "la Beltraneja".
Muerto el rey Enrique IV, estalló la guerra civil entre los partidarios de Isabel y los de Juana, casada ésta con el rey de Portugal. A éstos se unieron algunos que antes habían combatido la causa de la desafortunada infanta y, aunque al principio la suerte les sonrió, finalmente la fortuna se inclinó hacia el lado de Isabel, casada con el heredero de la corona de Aragón. Y así es como por vericuetos tan rocambolescos llegamos nada menos que al tándem Isabel-Fernando, los Reyes Católicos, que sentaron las bases de la España que llega hasta nuestros días.
Son muchas las personas que gustan del juego de la futurología: predecir lo que va a ocurrir, para luego contrastar el acierto o desacierto de las predicciones; aunque lo importante esté, como decía W. Churchill, no tanto en prever lo que va a pasar, sino en saber explicar por qué aquello que se predijo no ha ocurrido. Este era para el gran estadista británico el secreto del buen político. Ahora bien, como la historia debe mirar hacia el pasado, más que juegos de futurología habría que hacer juegos de futuribles, entendiendo por tal en este caso aquello que pudo haber acontecido de haberse dado unas circunstancias que de hecho no se dieron.
El conocimiento de estos futuribles sólo correspondería a Dios, asunto que ya sirvió de motivo de disputas a las principales escuelas de nuestros teólogos de la época áurea. Uno de los puntos de arranque fue la sentencia de Cristo recogida en el evangelio de San Mateo (11, 21): "¡Ay de ti, Corazeín; ay de ti, Betsaida!, porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros hechos en ti, mucho ha que en saco y ceniza hubieran hecho penitencia".
Aquí no vamos a llegar a tal grado de sutilezas, pero permítasenos el juego anunciado: ¿Qué hubiera ocurrido en España de no haber existido Beltrán de la Cueva? Si la infanta Juana no hubiera sido tenida por "Beltraneja", ¿habría llegado a ser reina Isabel? El matrimonio de Isabel y Fernando llevó a la unión de Castilla y Aragón, quedando a un lado Portugal. De haber sido reina de Castilla (que era lo más normal) Juana, casada con el rey de Portugal, ¿la España de hoy no sería Castilla y Portugal, con posible capital en Lisboa, y quien habría resultado aislado sería el territorio perteneciente a la corona de Aragón? ¿La conquista de Granada y el descubrimiento de América se hubieran producido? Estos son algunos de los muchos interrogantes que en este sentido se podrían formular.
Insistimos: estamos realizando un juego de futuribles sobre unas condiciones hipotéticas del pasado que realmente no tuvieron lugar.
En cualquier caso, lo que sí parece quedar clara es la afirmación del comienzo: los grandes acontecimientos de la historia han dependido de una serie de causas menores que los hicieron posibles. En el asunto que nos ocupa el ubetense Beltrán de la Cueva resulta ser una pieza fundamental: contribuyó —quizá sin él quererlo— a que la historia de España haya sido lo que fue y no lo que pudo haber sido.
Aurelio Valladares Reguero
(1) En este "paso de armas" se inspiró José Zorrilla para su leyenda en verso Príncipe y rey, si bien los hechos narrados responden exclusivamente a la invención del poeta vallisoletano.
(2) Madrid, Espasa-Calpe "Austral", 1941.
(3) Opinión más favorable al personaje muestra Antonio Rodriguez Villa, en su Bosquejo biográfico de don Beltrán de la Cueva (Madrid, Luis Navarro Edil., 1881), linea en la que habría que incluir diversos trabajos publicados en la revista jiennense Don Lope de Sosa.
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