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Como todos tenemos que morirnos, no acabamos de entender las injusticias de la muerte: ¿cómo pueden morir tan pronto las personas buenas y por qué la muerte tarda tanto en ajustar cuentas con los hijos de puta? Ve uno al cobarde que golpeó a la chica ecuatoriana en el metro de Barcelona o lee al terrorista –y obispo– Setién, y se pregunta en qué anda pensando la muerte algunos días. Y es que es imposible comprender cómo puede llevarse la muerte a tantas madres con niños, a tantos niños con padres o a tantos jóvenes con esperanzas, mientras esquiva a terroristas, narcotraficantes, dictadores, racistas, asesinos… Lo único que se me ocurre es que la muerte puede oler la mala sangre y la rehuye. Y en esto la muerte sí es más sabia que los jueces que sueltan a racistas y que los obispos que comparten misa con Setién. O al menos, tiene la muerte más alto sentido de la dignidad: no mata a la gentuza porque no es capaz ni de acercarse a ellos. Para matar hay que tocar y a algunos hay que pensárselo mucho antes de tocarlos.
Y sabiendo que la muerte es injusta –porque siempre se lleva a los que queremos– iremos hoy a los cementerios. Curioso animal el hombre: Unamuno señaló cómo a lo largo de los siglos han desaparecido las viviendas de las gentes, que se hacían con adobe y paja, pero han quedado sus tumbas, hechas con roca. Siempre ha marcado la muerte una angustia en la existencia del hombre: por eso la necesidad de perdurar, de levantar túmulos para que la memoria no se pierda, para que no se desvanezca el recuerdo de lo que fuimos. Morirse es desaparecer: desaparecen nuestra voz y nuestro olor, nuestros gestos, desaparecen las personas que nos quisieron… Y un día somos una foto sin nombre en un álbum olvidado. Y otro día no somos ni un recuerdo. Por eso nos amontonamos muertos en los cementerios: porque pensamos que el mármol dirá lo que fuimos a los que lean nuestro nombre. ¡Cómo si una vida cupiese en una lápida! ¡Cómo si un puñado de tierra pudiera abarcar un sueño y nuestras memorias!
En eso anda la muerte: en sus dolores y sus injusticias y sus soledades marinas. Ya nos advirtió Manrique que "nuestras vidas son los ríos, que van a dar en la mar, que es el morir". Hay ríos que bajan breves y por breves, tristes; otros, largos y reposados; turbulentos y sangrientos corren los que causan dolor... Por ser como ríos, todos nacemos sabiendo que tenemos de fondo un mar solitario e infinito: hay quienes dicen haber llegado a las puertas de la muerte –donde espera una luz y la película de nuestra vida– y luego han vuelto y por ellos podemos creer que la mar de la muerte es luminosa y hasta plácida, pues nos vuelve a mostrar nuestra niñez. Aunque más que luz y felicidad lo que realmente es la muerte es una putada… Casi siempre: porque no deja de ser justiciera cuando se lleva por delante a los malos de esta película que es la vida: espanta pensar que esa gente pudiera vivir tanto como la almeja encontrada en Islandia.
Manuel Madrid Delgado
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