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AYUNTAMIENTO. Ayuntamiento viene de “ayuntar”, que es “juntar”. Era el Ayuntamiento, inicialmente, la junta de los hombres libres, de los vecinos que tenían caballo y lanza: sólo quien podía participar en la defensa de la ciudad tenía el derecho de participar en su gobierno –sabio dictado éste que liga los derechos y los deberes–. Y así, cada año por San Miguel se juntaban los vecinos para elegir al Concejo.
¿Por qué por San Miguel? Durante muchos años la leyenda ha dicho que San Miguel es patrono de la ciudad por haberse conquistado la misma el 29 de septiembre de 1234. Ahora, gracias a Juan Ramón Martínez Elvira, sabemos que la conquista tuvo lugar “por San Juan” de 1233. Entonces, ¿por qué San Miguel? El patronazgo es menos heroico, menos legendario, más prosaico: San Miguel es patrón porque en ese día la ciudad elegía su Concejo, que quedaba bajo la protección del Arcángel. Y el día de la elección era San Miguel por ser esta celebración bisagra entre estaciones y fecha de apertura del año agrícola. Para el 29 de septiembre ya estaban las cosechas recogidas, hechas las cuentas del hambre o el hartazgo y se esperaban las lluvias que harían germinar los trigos en la siguiente primavera. Así, ayuntados los vecinos, elegían al Concejo para que rigiese la vida de la ciudad durante el nuevo ciclo vital: la política era –siempre lo ha sido– la administración de la necesidad, tan ligada en aquellos tiempos de Maricastaña a los caprichos del cielo y de la tierra.
FERIA Y FIESTA. Fue Fernando III el que concedió a Úbeda el privilegio de los días feriados entorno a la importante cita política de San Miguel. La feria era el comercio y el privilegio de la feria era el privilegio de establecer un mercado en que se aprovisionasen las gentes de Úbeda para el largo invierno. (Nada era gratuito ni vano en aquellos tiempos sabios y duros.)
La feria –el mercado, el trato, el comercio– llevaron aparejados desde siempre la fiesta –el canto, el vino, el sexo–. Con las carretas que transportaban bacalaos secos y vinos de La Mancha, especias del Oriente y telas de Castilla, con los marchantes de ganado y sus rebaños merinos o sus reatas de mulas, viajaban también –¡ah, llamada de las monedas!– las carretas de juglares y títeres, de putas y adivinas, los osos anillados y los lobos domesticados…
Y allí, entre la iglesia de San Pablo y las viejas Casas del Concejo, se alzaría la algarabía de puestos, tablados, olores, sabores, gritos, risas, tratos, gozos. Y allí, entre los callejones oscuros, a la noche, se cometerían “actos non sanctos”, remangadas las faldas y bajados los calzones. Y a buen seguro protestarían el párroco de San Juan Bautista y el de Santo Tomás y los priores de la Merced y la Trinidad y San Francisco. Y a buen seguro –segurísimo, vamos– continuarían la feria y sus tratos y las fiestas y sus excesos, ajenos a las quejas del clero y a los escrúpulos de las gentes de orden: era dura la vida de entonces y no merecía la pena privarse de un par de pecados que luego, vacía ya de feriantes la Plaza del Mercado, en una tarde lluviosa de otoño, se limpiaban con un par de padrenuestros en la capillita de cualquier convento. Al fin y al cabo –pensarían los ubetenses de aquellos siglos derrotados– la vida es breve y la carne merece algunas satisfacciones, que resarcen los callos que en las manos deja el campo y las heridas que deja la guerra o la muerte pronta en la flor de la vida.
LA PESTE Y LA FERIA. Para el Concejo ubetense, siempre fue la feria una cuestión principal. Y se buscaba dinero debajo de las piedras para la procesión de la Virgen del Rosario, para los fuegos artificiales, para las hogueras primero y los toros después, para las fuentes de vino y las mascaradas, para las colgaduras y los faroles, y más tarde para conciertos y orquestas y teatros. Sin embargo, hubo años en que las circunstancias pudieron más que el Ayuntamiento y la feria juntos y ésta se quedó sin celebrarse.
Así, 1681, año terrible en la historia de Úbeda, en que la ciudad fue sacudida por la peste durante todo el verano y el mes de septiembre. No consta en las actas municipales referencia alguna a la feria de aquel año, pues no estaría la ciudad para celebraciones con cientos de muertos a sus espaldas. Sabemos que hasta el 15 de octubre no se dio por oficialmente terminada la epidemia, llevando al Hospital de Santiago a la Virgen de Guadalupe y a Jesús Nazareno en acción de gracias. Los días de la feria habían pasado entre miedos de rebrotes y recuento de ausentes, sin celebraciones, sin mercados, en el temor de los bubones.
O el año 1885, en que el cólera causó decenas de muertos y no se trasladó la Virgen de Guadalupe a su santuario en septiembre, dejándola en Santa María a la espera del milagro que acabara con la plaga. Y acabó la plaga, sí, y tras su estela de muerte y sufrimiento, en octubre acuerda el Ayuntamiento celebrar fiestas y procesión general en honor de la Patrona y… ¡qué la feria se celebre del 1 al 15 de noviembre! ¡Quince días de feria para compensar el horror causado por el cólera! ¡Ahí es nada!
Pero la peste, que tanta muerte ha acumulado en los días de la historia de Úbeda, también ha brindado la oportunidad de alguna que otra feria clamorosa por coincidir con el fin de la epidemia. Sin duda, la más sonada fue la de 1855. El verano fue terrible, alcanzando la epidemia de cólera cotas terribles alrededor del 31 de agosto. Desde junio había recurrido la ciudad a las medidas de siempre: San Millán, San Lorenzo y los Honrados Viejos de El Salvador se convirtieron en lazaretos, las imágenes de estos templos se trasladaron a otras iglesias en solemnes procesiones de rogativas, se cerró la ciudad y la Virgen de Guadalupe concitó todas las miradas reteniéndola el pueblo en Santa María… y la epidemia que se da por finalizada el 25 de septiembre. Y entonces se celebra la feria entre el júbilo popular –¿quién se acordó, pasada la epidemia, de las familias de los muertos?–, culminando el 7 de octubre con Te Deum en Santa María, procesión de la Patrona y de todas las imágenes, que son devueltas a sus templos. Sabemos que lucieron colgaduras en los balcones de la ciudad, que hubo repique general de campanas, que se iluminaron las noches de la feria… El susto había pasado… una vez más.
LA FERIA MAÑANA. Seguirá la feria mañana, cuando ya no estemos, cuando sean nuestros hijos y nuestros nietos los que estrenen emociones e ilusiones. Y vendrán nuevos carruseles y habrá nuevas atracciones. Y serán otras gargantas las que se emocionen en los toros y otros músicos los que eleven la música de la tarde de octubre. Y otros ojos mirarán la feria nueva, sin que nadie se acuerde que un día fuimos nosotros los que hicimos la feria, los que vivimos la feria: ¿quién se acuerda de los hombres que bebieron vino de feria en 1300, en 1500 o en 1800?, ¿quién sabe los nombres de las jóvenes que se detuvieron ante los puestos de bisutería en 1700 o en 1900?, ¿quién se acuerda de los niños que rieron en los carruseles cuando la feria estaba en la calle de la Cárcel o en la Corredera?
Se hará un día la historia grande de la feria de Úbeda: pero será un recuento de anécdotas, de grandes actos. Una historia de miserias y grandezas, de luces y de padecimientos, de esfuerzos municipales. De traslados del ferial y de proyectos innovadores. Pero quedará por hacer –por imposible– la historia pequeña de la feria, la “intrahistoria” de la feria de Úbeda. Porque nadie podrá narrar las emociones que la feria ha concitado en más de siete siglos, los recuerdos y nostalgias, los nombres de los que un día estuvieron en la feria y ya no están… Porque nadie podrá levantar testimonio de lo que cada uno de los ubetenses ha sentido en las ferias que les tocó vivir: ni de los amigos que se fraguaron en las tardes de San Miguel, ni de los amores que nacieron bajo las luces del ferial, ni de la primera risa de nuestros hijos cuando los montamos en los caballitos, ni de… Pasaremos nosotros, sí, pero quedará la feria para los que vengan luego, cuando no seamos nosotros ni recuerdos ni historia.
Manuel Madrid Delgado
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