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También la muerte puede hacerse cuerpo. Y casi tocarse con las manos. Y casi sentirse su aliento. En las horas de la agonía adquiere la muerte esta presencia aplastante que llena el mundo de luces cenicientas, como si todos los inviernos invadieran las estancias vacías. La cuenta atrás de la agonía también puede llenar de plomo una nación entera, todas las calles, los parques donde los niños detienen los juegos porque el tiempo ha suspendido el derecho de reír. La espera de la muerte es espera de pesadeces que resuena –como el tiempo en los relojes antiguos– con un silencio físico que no necesita acallar las palabras o las lágrimas para ser silencio. Eso ocurrió hace diez años, cuando los tejados de España dejaron caer sobre las ciudades un torrente de plomo, una espera de clemencia imposible, porque no es de hombres el corazón de los terroristas: hoy se cumplen diez años del asesinato de Miguel Ángel Blanco.
Somos incapaces de reconstruir la ansiedad de Miguel Ángel Blanco esperando en el zulo, los interminables minutos en que fue transportado hasta el patíbulo de hierba húmeda. Sabemos, sí, que sudó casi sangre: el cuerpo humano lo es todo, porque contiene la vida, que es la risa y el llanto, la emoción y también la derrota, porque siente y sufre y tiene miedo en el segundo antes de la muerte, porque sabe la pistola en la sien y el eco definitivo de la bala que rompe todo cuanto amamos. Pero aunque pudiéramos inventar palabras no podríamos sentir su horror, su angustia: describir la muerte no es sentir el miedo del moribundo.
Lloramos hace diez años porque no concebíamos tanto sufrimiento, porque creíamos aún que existe un reducto último de compasión y piedad en el corazón de todos los hombres. Pero en la placidez del verano dos disparos acabaron con la esperanza, que es esperar en los balcones del tiempo.
Aquellos días de julio de 1997 fueron sacados de una tragedia griega. Porque el asesinato de Miguel Ángel Blanco describe con precisión ática las fuerzas cósmicas que rigen el destino de los hombres: ahí está el inocente, condenado sin posibilidad de salvación; y ahí los criminales y el asco que producen; y el precio –imposible de pagar– que se pone a la vida de la víctima; y el crimen en la tarde y los perros que ladran junto a la sangre; y un pueblo que llora; y los asesinos que, en el juicio de los hombres, se ríen del dolor causado; y un derecho absurdo que en diez o quince años, liberará a los criminales, consumando el drama de Miguel Ángel, al que nadie, en aquellas horas de plomo, le dio la posibilidad de eludir su condena. Los griegos pensaron que el mundo es un caos en el que nos perdemos pero en el que contamos, para sobrevivir, con la brújula de la razón. Por Miguel Ángel Blanco sabemos que el navío de nuestra vida está perdido en un torbellino de bombas y pistolas y códigos injustos.
Manuel Madrid Delgado
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