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Apología de la lengua española

Manuel Madrid Delgado

en Diario Ideal. Ed. Jaén. 18 de noviembre de 2007

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Desolado ya y desencantado, Manuel Azaña afirmó que el Museo del Prado valía más que la república y la monarquía juntas. Convencido de la derrota republicana y hastiado por los crímenes de la retaguardia, el envejecido Presidente dedicó sus esfuerzos mejores a salvar el Prado. No sabemos en qué medida le debemos el poder sentir aún la serenidad que nos embarga cuando contemplamos el retrato de Pablo de Valladolid, de Velázquez, o la compasión que nos emociona delante del “Descendimiento” de Roger van der Weyden. El Presidente Azaña descansará en paz, pues su Museo está protegido: nadie puede dañar, impunemente, los cuadros que pueblan sus salas de sueños y pasiones derrotadas.

Encabritado debe andar, sin embargo, el espíritu de Miguel de Unamuno. No porque no goce la sombra de don Miguel con la protección y estima social en que se tiene al museo que guarda su “Cristo de Velázquez”, sino por el desprecio con que cada día se regala a la lengua en que vació toda su vida. Él, que estaba convencido de que sin la lengua española no podía haber patria española y que afirmó que Dios le dio a Cervantes el “Evangelio del Quijote”, no podría soportar los atentados que diariamente se cometen contra la lengua que lo formó como hombre.

Corren malos tiempos para el español. No ya por los juicios de valor que surgen imputando al idioma misiones siniestras como “agente imperial” de una supuesta “España opresora”. Los vientos soplan contra el español porque la lengua es lo cotidiano, que es lo despreciado en eso que Guy Debord denominó “sociedad del espectáculo”. Ahora se valora lo excepcional, pero por chusco, por brusco, por burdo, y el español que se admira no es el sereno idioma de Juan Ramón o Javier Marías sino el histriónico y dislocado de las estrellas televisivas. La mutilación diaria de la excelencia del lenguaje priva a amplísimas mayorías de la posibilidad de estimar la belleza de la elevación espiritual. Pero es que el mundo postmoderno construye medianías: los hueros son los admirados y los hacedores de la realidad piensan que también en la construcción del lenguaje vale todo.

Estamos hechos de palabras: somos en la medida en que podemos hablar, escribir y leer, porque pensamos en palabras, porque sentimos en palabras, porque nos situamos en el mundo desde la circunstancia que nos viene dada por una herencia y un proyecto de palabras. Por eso, cualquier ataque de los que diariamente presenciamos en la televisión es un hecho que nos reduce, que nos empequeñece. Que nos vacía de parte de lo que somos, porque nos priva de capacidad para comprendernos y comprender la realidad desde las palabras en las que somos. El ataque a la lengua española es un ataque contra nosotros mismos, porque esa lengua en que hemos crecido –allí aprendimos a hablar y a leer, allí aprendimos a nombrar la risa y las lágrimas, el olivo que florece y el mar que eleva espumas, allí supimos del beso y de la despedida– es la almendra más íntima de nuestra personalidad. La lengua es un lugar en el que se está, una atalaya desde la que se mira el horizonte del mundo, con sus afanes y sus esperanzas y sus derrotas y sus agonías. Desde ese lugar de la lengua nombramos y señalamos, amamos y esperamos, desde esa atalaya añoramos y recordamos, desde allí encontramos palabras para seguir nombrando los días que se suceden y desde allí vivimos con la conciencia de la vida.

Ningún invento ha revolucionado tanto el mundo como la imprenta, que permitió la producción masiva de libros y periódicos, abriendo continentes enteros y vírgenes para la expansión de ideas. El libro impreso ha sido el gran revolucionario de los últimos cinco siglos: sin él no podemos concebir la elevación del espíritu y el estímulo de la inteligencia que, en impulso continuado, han hecho posible un mundo que ahora presenciamos en ruinas. Vivimos de las sobras y sobre las cenizas de una “edad del libro”, que es una edad de la palabra. Ahora, en la “edad de la imagen”, la televisión se ha convertido en el oráculo de las gentes, reducidas a mera masa que presencia ensimismada una caterva de famosos sin más mérito que el de desguazar diariamente el frágil legado del lenguaje. Ningún otro invento ha propagado la estupidez con tanta intensidad y tanta rapidez: en apenas cincuenta años la televisión ha desandado el escarpado camino que habíamos recorrido de la mano del libro. La palabra marca un esfuerzo, requiere una implicación: por eso llega hondo, por eso cala, por eso siembra y florece. La imagen televisiva, sin embargo, es como semilla sobre el pedregal, golpea y se evapora, encanta y se esfuma. Y miente, porque nos hace pensar que el mundo es la sucesión de imágenes que la televisión dispara: la mayoría se piensa que “se sabe” tanto viendo las noticias en la televisión como leyendo a Quevedo o “La Celestina”. Por eso los creadores de la realidad desprecian a los que se refugian en la soledad del idioma, en su apartamiento recatado y conventual, en su difícil soledad, en su trabajoso enriquecimiento interior.

Releía la otra tarde el “Libro de Buen Amor”. Está la lengua ahí límpida, virgen, niña: el castellano es aún proyecto, un mero trazo sobre la pizarra de nuestra historia: “El fuego siempre quiere estar en la ceniza / porque más arde siempre cuanto más se le atiza”. Relucen las palabras del Arcipreste con el brillo de lo que acaba de estrenarse: son palabras altas y azules, como las tardes de este extraño noviembre. Luego llega uno a la televisión y ve a pseudoperiodistas, novias de toreros, grandeshermanos y demás chamanes de la nueva era y, deprimido, se pregunta qué camino ha recorrido la lengua desde aquellos hontanares del mester medieval para acabar así, humillada, ultrajada.

Lo peor, claro, no son los que violan las palabras y las retuercen hasta dejarlas sin aliento, en ese idioma asfixiado por la estupidez que quieren hacernos hablar o leer. Lo peor es la parálisis que se atisba en cualquier ente o persona con capacidad para frenar esta degradación, esta mutilación cotidiana que el español sufre. Cómo si la lengua en que se escribieron el “Tesoro” de Covarrubias o las “Luces de Bohemia” de Valle o los “Los santos inocentes” de Delibes no tuviera el mismo valor que aquel tesoro que Azaña salvó del furor de las bombas.

No concebimos que alguien pudiera rasgar la tela sagrada de “Las Meninas” y quedara sin castigo. Pero consentimos todos los días que la evangélica lengua de Cervantes sea violentada. La misma añoranza que de España sentía el morisco Ricote sentimos nosotros de la lengua que gatea en el “Libro del Buen Amor”: “que las cosas del mundo todas son vanidat / todas son pasaderas, vanse con la edat”. Salvo la estupidez, que no desaparece: se transforma.

MANUEL MADRID DELGADO

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