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Tiempo, tiempo, tiempo

Manuel Madrid Delgado

en Diario Ideal. 13 de marzo de 2008

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¿Vendrá la primavera? ¿Vendrán limpias las mañanas y las tardes llenas de claridad? ¿Se esconden los nubarrones –traidores– más allá de los montes? Bah, vengan los días como Dios quiera, que es lo que al final sucederá. Que mientras, se está fraguando en los corazones una melancólica ilusión porque la Semana Santa espera ahí, en la esquina misma del tiempo, que esquina del vivir es el Domingo de Ramos… Y llegan estos días henchidos de vitalidad para devolvernos al niño que fuimos –¡ah, primavera pasada de la vida!– o para recordarnos la sombra –¡oh pura sombra!– que seremos un Jueves Santo del mañana. Sí: ahí mismo aguarda la Semana Santa como nostalgia y como tristeza, como llamada para el espíritu, principalmente. Que está el alma áspera y siente de pronto un viento de humedades: es lo divino que ronda, que cerca, que llama. Que se anuncia en tambores y trompetas que rompen la quietud de la mañana.

La Semana Santa provoca en nuestro un interior una avalancha de vivencias. Pero sobre todo, nos inunda con la zozobra del tiempo. Al hacer presente a Dios –en la madera que convoca lágrimas, en la flor nueva, en los hornazos y el vaso de vino– la Semana Santa propone el tiempo como tema fundamental. El tema de la brevedad del tiempo: que por la Semana Santa adquirimos conciencia de que no somos más que un paréntesis, una raya bordada en las espumas que rompen los océanos de la eternidad sobre las playas de nuestra finitud. Nos sabremos llamados por las soledades –por la necesidad de sentirnos solos incluso entre las multitudes– para poder hablar con nosotros mismos, que ya advirtió el poeta que “quien habla solo espera/ hablar a Dios un día”. Y debajo de la túnica morada sabremos que sólo somos soledad que parlotea, tiempo gimiente que pasa sin remedio para dejar hueco y hacer sitio a los que mañana sentirán nuestra misma emoción, este cosquilleo de la sangre bajo la luna alta. Tal vez en ninguna otra época del año goza el tiempo de esta capacidad de ocupar todos nuestros afanes, que a partir del Domingo de Ramos, el tiempo –ese heraldo de lo divino– moldeará cada una de nuestras emociones.

Al cabo, las melancolías y las alegrías y las esperanzas que reviven –que nos reviven– en Semana Santa son el apunte lírico del tiempo que por nosotros ha pasado y del tiempo que sin nosotros pasará: expresión del pasado y del futuro, esas dos eternidades entre las que existimos. Que la vida es como la lágrima que surge en aquel rincón, ante aquella imagen, escuchando esa música antigua que nos cuajó el alma: llega sin avisar, sin que nos demos cuenta se escurre entre los dedos y quema luego en la profundidad que nos alienta: porque volverán – vida y lágrima– el año que viene pero no serán iguales, pues nada se repite. Ni siquiera esta Semana Santa que llega con las mismas emociones que hemos vivido –sin nosotros saberlo– hace muchas generaciones, en otra primavera… ¡Oh tiempo, tiempo, tiempo…!