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Antonio Gutiérrez “El Viejo”

Manuel Madrid Delgado

en Diario Ideal. 10 de abril de 2008

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¿Cuánto dura la memoria? ¿No es acaso como la niebla deshilachada por la luz del mediodía?… ¿Estamos hechos de la misma materia de los sueños? ¿Somos mera sucesión de desvanecimientos, evocaciones derrotadas cada instante?… No: no todo es morir. Porque a veces es más fuerte la memoria que la muerte, pues cosemos el recuerdo con los hilos –delicados hilos– del corazón, que nunca se deshacen. Porque hay ocasiones en que la vida es la vida y se reclama alegre pese a la muerte y sabe a playa y a risa y a pinares. Así es la memoria que tenemos de Antonio Gutiérrez “El Viejo”: hoy se cumplen ocho años de su muerte y sigue estando presente cada día, que no pudo lo efímero deshacer su persona.

¿Quién fue “El Viejo”?… Sabemos que nació en Jódar el 10 de agosto de 1924 en una familia humilde que pronto se trasladó a Úbeda, que trabajó de niño en la finca del general Saro, que tuvo un puesto en la Plaza de Abastos, sabemos que juró su amor y que Guadalupe murió… Entonces él era joven –siempre fue joven– y sus sueños rotos encontraron consuelo entre los Jóvenes de Acción Católica. Y acabaron convertidos en una ingente obra de bondad: “El Viejo” fue candil que alumbra y grano de mostaza. Y eso es lo que importa: Antonio Gutiérrez fue –es, sigue siendo– un hombre bueno. ¿Puede decirse algo más hermoso de una persona? ¿Ser bueno no es el mérito mayor en este mundo trajinado por idiotas y malvados? ¿De que sirven los títulos o los reconocimientos frente al certificado de alma limpia que expide la realidad luminosa de la bondad? “El Viejo” fue bueno por ese Campamento de La Barrosa en que miles de ubetenses dejamos nuestros mejores años, por La Patera y por el Polideportivo, fue bueno por su entrega con los necesitados. Fue bueno porque no sabía ser otra cosa. Es así de fácil: hay personas que son buenas por vocación, casi por obligación. (Esto no significa que “El Viejo” no tuviera su genio ni sus ratos de mala uva. Los tenía. Pero todo lo compensaba luego con esa sonrisa de niño grande que siempre conservó, con el codazo cómplice, con la broma inesperada.)

Están los que hacen “el bien” para ganar medallas o pedazos de cielo. Antonio Gutiérrez renunció a la Medalla al Mérito Civil y su honda convicción cristiana no le hizo esperar –cruzado de brazos– la dicha de la eternidad: quiso construir la felicidad aquí y ahora porque creía que Dios es una exigencia para desenterrar sonrisas, un impulso de generosidad. Era su fe como la de un niño, sin complicaciones teológicas: cada noche –en La Barrosa– se sentaba ante su Virgen de Guadalupe y le hablaba con el corazón, le contaba sus preocupaciones, los afanes del día, las travesuras de los críos, sus risas. Rezaba con la emoción del alma entera y obraba con la sinceridad de aquel que tiene limpia la mirada, como un amanecer que inunda de luz los océanos. Sí… a la tarde de abril lo examinaron en el amor. Y debió sacar buena nota, pues no podemos olvidarlo.