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Predicar y no dar trigo

Manuel Madrid Delgado

en Diario Ideal. 5 de mayo de 2008

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Recordaré siempre como el profesor Andrés de Francisco, en una clase magistral sobre la teoría de la justicia, nos dijo que era imposible ser socialista (“ser”, dijo “ser”: no dijo “llamarse” o “autoproclamarse”) y tener un mercedes. En otra ocasión, Plácido Fernández Viagas nos recordó una frase de su padre –el primer presidente de la autonomía andaluza– en la que el viejo hombre digno decía que no era cristiano por ser socialista sino que era socialista porque era cristiano. Y yo estoy convencido de que no se puede comulgar y presidir un banco, porque hay reinos que no son de este mundo. ¿A qué viene todo esto? Pues a que de cuando en cuando es sano rendirle un homenaje humilde a la coherencia, la gran olvidada de nuestro universo moral.

Es así: está de moda defender cosas tan bonitas como la solidaridad, la justicia o la dignidad de todos los seres humanos. Lo hacen los de izquierdas por ser progres y los de derechas por creyentes. Hay que apuntarse a estas cosas y causas porque es lo que se lleva para que no lo traten a uno de fascista, de carca, de pasota o de cosas similares. Pero se pueden pronunciar bonitos discursos y escribir grandes textos sobre estos asuntos y ser a la par un perfecto hijoputa. Antes a los malos se les veía venir de largo, pero ahora “lo políticamente correcto” permite que todo quisqui pueda vestirse un disfraz de tío enrollado o –seamos correctos– de tía enrollada. Y los lobos campan a sus anchas en medio de los corderos porque han aprendido a balar. Más o menos nueve de cada diez políticos de todas las escalas, banqueros, empresarios o similares se comportan así: vivimos en el imperio de incoherencia y los incoherentes sólo son fieles consigo mismos en que no olvidan ningún día que deben hacer un poquito de daño.

En la política o en los negocios se presume de ser de izquierdas (ya saben: la igualdad, la justicia, los trabajadores y las trabajadoras y demás rollos) o de ser católico de comunión semanal (esto es: el amor al prójimo, el rico y el camello y la aguja, la compasión con el débil, bla, bla, bla) o de ambas cosas juntas, que es el no va más del guay ético e ideológico. Las creencias son como una medalla que se cuelga en el pecho, porque tener ideas luce mucho en las procesiones o en los mítines o en la calle en general, ese lugar en el que la gente se para y trata a estos impostores como si fueran un gobernador civil del año cuarenta, que mucha democracia y mucha constitución pero hay vicios del poder que no han cambiado y los políticos –a diestra y siniestra– siguen comportándose como si llevaran pegada a la piel, debajo del traje, la camisa azul. Por suerte para ellos las ideas son como la caspa, que se va de un manotazo postmoderno y a estos tipos en cuanto llegan a los despachos les estorban sus ideas de boquilla, que les van los chutes de maldad en su vena cabrona. Este chute se traduce en humillaciones y vejaciones –de pensamiento, palabra, obra y omisión– para con los currantes, las personas normales que saben que la única verdad de esta tiempo histórico es que estamos siendo masivamente estafados y que sale gratis pisotearnos. Porque la historia es como es y los seres humanos somos como somos y el poder es así y punto. Y esto no lo cambia ni la madre que nos parió, que aquí lo que se lleva es predicar y quedarse el trigo y repartir bofetadas, aunque con ellas ni se cueza el pan ni se tejan los sueños.

Si se cree con el corazón en algo es imposible no ser coherente: no se puede ser católico y pagar sueldos de mil euros ni ser de izquierdas y reírse de los derechos de los trabajadores. He tenido la suerte de conocer personas coherentes, profundamente coherentes. Mi vida les debe mucho y soy lo que soy y como soy en gran medida gracias a ellos.

Esas personas nunca se engañaban (el que tiene ideas no se puede engañar, porque no lo dejaría dormir la soledad de su conciencia) y nunca engañaban a los otros. Ni jugaban con cartas marcadas ni tenían dos caras y la única que tenían se la partieron muchas veces, tantas como partidas perdieron en el póker del vivir. Pero aún así, llenas de las cicatrices de la vida –que siempre premia a los ruines–, arañadas por las amarguras y los desencantos, brillaban sus caras con la dignidad que sólo tienen los hombres que nunca se han vendido por treinta monedas, esos que hacen lo que piensan y sienten lo que dicen y duermen sabiendo que en el último sueño no habrá remordimientos que llamen a sus párpados cerrados. Esas caras no se ven ni en los salones de plenos ni en los parlamentos ni en los consejos de dirección de bancos o empresas. Son caras que abundan en las huertas, en los tajos, sobre los andamios, en las escuelas públicas. Son caras que nos recuerdan a los personajes de los libros de Muñoz Molina, porque están curtidas por el viento de lo antiguo, que es un universo en el que la verdad sigue siendo la verdad y la palabra de un hombre dice lo que vale ese hombre, y es eso la dignidad.

Estoy convencido de que el último minuto de nuestra vida nos enseña una película de lo que fuimos: o personas normales que intentaron no aumentar el sufrimiento del mundo o cabrones que, muriéndose, han dejado descansar al resto de la humanidad. Las caras de los primeros duermen lo definitivo con la placidez de los que son felices más allá de la muerte. No sé cómo deja la muerte las caras de los otros porque yo nunca voy a los entierros de los hijos de puta.