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Hace tres años de mi segundo viaje a Venecia: fue con María Luisa, recién casados. Descubrí entonces aquella ciudad: parábamos en la Residenza Cannaregio y nuestra ventana se abría a un canal amplio y apartado, tranquilo y lleno de sol sobre el que sonaban las campanas de la Madonna dell’Orto; tras los tejados de San Bonaventura se adivinaban las gaviotas y el olor de los muelles donde las aguas rompen, mansamente, contra las piedras y el musgo. Vivimos una Venecia silenciosa y florecida, donde sigue fluyendo la vida laboriosa que hizo posible la aventura veneciana en los siglos ya derrotados.
Venecia es una ciudad mágica porque –más allá de los lugares tomados por los turistas, e incluso en ellos– ofrece una quietud y un quehacer cotidiano apenas trastocados por los siglos: estuvimos cinco días en Cannaregio, un barrio apartado y habitado por venecianos, junto al viejo ghetto judío en el que todavía quedan hornos regentados por hebreos donde se cuece pan ácimo. Y parece como si hubiéramos vivido allí toda la vida, como si cada día comprásemos las frutas y verduras de toda clase que, relucientes, llenan los puestos de los mercados de la Strada Nuova o de Rialto, o como si fuésemos una pareja veneciana que sale por la noche a cenar –en una terraza con mesas y sillas de madera y velas que tiemblan en el aire de la laguna– en los restaurantes familiares de la Fondamenta della Misericordia, donde sirven vinos espumosos y arroz negro y pasta con marisco, o como si regentásemos una tienda donde Mozart compraba pentagramas y vendiésemos ahora papel de aguas y libros de Rilke.
No llegamos a Venecia en barco, como propone Mann, sino en tren. Pero desde la estación cogimos una barcaza que nos sacó a la laguna mientras atardecía sobre los cañaverales y el sol reverberaba más rojo o más blanco, de tan ardiente, sobre las fachadas color pastel de las últimas casas de Venecia, cuajadas de arcos orientales y postigos verdes. Recuerdo aquello y sé que Javier Marías lleva razón cuando le otorga a Venecia la posesión de la “perspectiva de la eternidad”: porque vemos la misma Venecia que vieron Lord Byron o Dickens o John Ruskin y la que verán nuestros nietos cuando a ella acudan, añorando haber nacido en esa ciudad “que mejora la imagen del tiempo” y “embellece el futuro”, según Joseph Brodsky.
Venecia es un juego de equilibrios delicados entre el agua, la piedra y el mármol y la luz. Sobre todo la luz, que es presencia del sol o su ausencia en las noches hondas de canales poco iluminados. Ya Ezra Pound descubrió que el sol veneciano llama al alma “desde el fondo de lejanos abismos”, los abismos rasgados por la proa de las góndolas que hoy transportan enamorados y que antaño cargaron a las víctimas de la peste para que eternamente descansaran en los cementerios de las iglesias apartadas. Lejanos abismos: no somos otra cosa, pero para no olvidarlo es necesario rehacerse cada vez con los recuerdos dulces de las tardes vividas en un barrio de Venecia.
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