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Noble oficio el de mirar la vida: sentarse y contemplar el ir y venir de las gentes y sus afanes y el trajín de la existencia. Miré la vida desde un balcón de la Plaza Wenceslao, en Praga: era un atardecer de lluvia y cielos cortados, cuando el sol se ponía –gigantesco y cercano, deslumbrante como un cristal al rojo acoplado entre los nubosos horizontes de Bohemia– por sobre las agujas de la catedral de San Vito. Justo enfrente del ocaso se alzaba el Museo Nacional, resplandeciente contra la luz poniente como una cerveza recién servida o como los ojos verdes y luminosos de María Luisa: era la vida y pasaba ante mí.
Los niños volvían a casa tras acabar las clases. Los músicos callejeros recogían sus acordeones o sus saxos. Había adolescentes parados en los puestos de cerveza y salchichas y los viejos se refugiaban bajo las marquesinas de los edificios modernistas. Era la vida en la tarde de junio, en la primavera de Praga y de la lluvia y de las torres y las cúpulas –doradas o verdes o negras– que se levantan inverosímiles sobre el caserío de la ciudad, como salidas de un cuento de hadas o tal vez construidas para convencernos de que no todas las leyendas son invenciones, porque existieron las manos del rabino Löw y ciertamente crearon el Golem, que habitó en las calles del barrio judío, que hoy está como ausente y vacío pues los nombres de sus habitantes son eso: ausencias escritas en las paredes de la sinagoga Pinkas, miles de nombres de los judíos checos asesinados por los nazis. Vi la vida pasar en un balcón de la Plaza Wenceslao, que es un bulevar burgués y acomodado en el que Chequia ha levantado los mejores impulsos de su historia, pero también –otra tarde de lluvia, llena de pájaros y de árboles limpios y de sombras– la vi pasar en el viejo cementerio judío, imposible, borgiano, caótico, poblado de sueños y evocaciones.
Los tejados de Praga son resplandecientes regalos que otean el horizonte para anunciar en los mercados y en los cafés de la calle Karlova o de Malá Strana o en las tiendas de marionetas o de porcelanas o a los músicos que tocan jazz en el puente Carlos –entre pintores y estatuas– o a los violinistas de las orillas mansas del Vltava, que no hay oficio más bello que el de mirar la vida. Las torres se elevan como agudas y centelleantes espinas de pizarra o de bronce sobre los cuerpos heridos de las calles y plazas, y nos invitan a mirar no el cielo sino el milagro de las manos que mueven las marionetas o que hacen gemir el violonchelo. Y así, las torres y la música y el trajín de la calle y la lluvia nos descubren la cara misma de lo eterno, como si Kafka aún estuviera sentado en un café de la Plaza de la Ciudad Vieja –mientras la Muerte va marcando las horas de nuestra vida en el Reloj del Ayuntamiento– escribiendo sus mundos siniestros, tan opuestos a la belleza casi tangible de las mujeres de Alfons Mucha. Eso debe ser la felicidad: mirar la vida desde un balcón o un café de Praga, una tarde de junio y con lluvia.
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