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HAY QUE MIRAR

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 1 de junio de 1965

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Creo que se va perdiendo la costumbre de mirar. Gradúa el mirar una tensión que en el simple ver no existe. Porque ver es sensación genérica y la mirada es operación personal. ¿Por qué hay ojos que no han aprendido a mirar? Mil sensaciones pueden solicitar la atención, pero cuando miramos seleccionamos y privilegiamos. Lo que se ve, se desestima o... pasa a informe: lo que se mira, se elige. Por algo el amor eleva su tremante catedral de suspiros sobre un cimiento de miradas.

Ah, pues quizá ahora se mira menos –se contempla menos– porque se ve más. Más cantidad de cosas. ¿Dónde metemos todo lo que vemos? La memoria acopia atropelladamente impresiones que no puede degustar la mirada. Al viajero, al turista que viene a conocer toda una ciudad en unas horas, se le dice aproximadamente:

—Tenemos, a partir de este momento, ochenta minutos para dos museos, cinco iglesias y una catedral.

Y entonces, frente a la obra de arte, al viajero no le queda tiempo de saborear la congrua emoción, porque le acosa la inminencia del paisaje siguiente o del monumento siguiente. Hay que ingerir belleza sin descanso, pero paladear está prohibido. La inexorable ley de oro rige también aquí: Se pierde en fuerza lo que se gana en velocidad. Y a uno le obligan a ser un «gourmand» y le vetan la delicia del «gourmet».

—¿Qué cuadro te ha gustado más del museo?

—Déjame que respire.

Pobre viajero con prisa, con prisa de viajante. Con lo agradecidas que las cosas son cuando a su agradable presencia correspondemos con la fruición deleitosa, con el galanteo. Pero no hay espacio vital para el piropo. Alguien, en la calle, algún día, deslumbrado al paso de la bella, va a medir reloj en mano la duración de su fervor enardecido; va a decirle:

—Veinte segundos, preciosa. Veinte segundos, no más, porque una torre románica me espera.

Lo que no dejará de ser un auténtico «madrigal de urgencia». Como que en seguida habrá que dejar, también, a la iglesia mudéjar con la palabra en la boca, a causa de la portada plateresca que hace señas en la esquina. Qué grosería, ¿eh?. Y si la puesta de sol desde la atalaya del castillo se pone bonita de verdad, ni por las siete maravillas del mundo quisiera abandonarla el viajero. Y, sin embargo...

No le queda, probablemente, otro remedio que escapar un instante a donde venden las postales. Así, de alguna manera, podrá mirar después de lo mucho que está viendo. Por supuesto precisa abultar el bolsillo de recuerdos. (Por si acaso, hay que apresurarse a comprar el de la Giralda, ¡vaya a ocurrir que se haga tarde sin haberla de cerca admirado!)

Espacio y tiempo para la mirada. No es mucho pedir. Cuando se mira sin tasa, el espíritu –ese desconocido, siempre con el agua al cuello– alza su presencia y dice su palabra. Maeterlink escribía, poco más o menos, que buscar el espíritu «es como querer encontrar en una habitación oscura un gato negro que está en otra parte». Es natural que el espíritu se resista digno si se le intenta «cazar», y que escape felinamente, ágilmente, de las trampas domésticas que en el propio recinto le preparen los lógicos. Porque, acaso, le seducen más las enamoradas acechanzas de los poetas. Es más sencillo encontrar al espíritu a pleno sol, en función de belleza. (El «gato» se deja estar en el tejado.) No es necesario entonces el tema sublime que le encarne; basta el humilde motivo que le sirva de soporte. ¿No sopla el espíritu donde quiere? Ni espíritu ni belleza son exigentes. Callejeando despacio, media mañana, por la noble, vieja ciudad, topamos a lo mejor, en el silencio, con un apacible rincón: recodo urbano para el descanso de los siglos. ¿Qué es lo que se ve? Nada o casi nada. Hay una perspectiva de muros encalados, iluminados de balcones floridos, con arcada monumental y torre al fondo. Sinfonía de piedra, cielo y luz. Nada o casi nada se ve –nadie subvenciona el «espectáculo»–, pero ¡si se mira...!

Hay que mirar, andar y ver no es suficiente.