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Es bello el atardecer. El mediodía también fue bello. Será bella la medianoche, y luego el alba, y luego la hora dorada... ¡Cuánta belleza varia cabe en un día! Y luego diremos que los días son monótonos... ¿Hay dos días iguales? No; tampoco hay dos hombres iguales, ni dos flores idénticas, ni dos libros que digan lo mismo. Ni las niñas que juegan a la rueda cantan siempre las mismas canciones. Y aquél árbol que hay enfrente de la ventana —ya como un fantasma, en esta hora en que la luz huye a tientas— se parece a cualquier árbol desde lejos; pero no tiene dos hojas que superpuestas coincidan. Esto ya lo sabíamos desde chiquillos y ahora nos sorprende gratamente el recordarlo. Porque lo bueno no es aprender sino volver sobre lo aprendido.
Es bello el atardecer. En el crepúsculo el alma se dilata hacia no sé qué lejanos confines. En el crepúsculo, el alma se da cuenta de que, si se lo propone, llegará a limitar con Dios. Pero el alma siente en pleno día algo así como una timidez. Algo así como una vergüenza de que se le vea a la luz del sol... No sé que pasa en esta hora del atardecer con el alma. Me da la impresión de que a estas horas «vive su vida». En cambio, durante el día —¡cobarde!— ha vivido sumisa a la vida del cuerpo, inhibiendo sus ansias... A ver, a ver si nos entendemos: durante el día, el alma parecía la tía soltera del cuerpo. No la esposa, si mucho menos. La tía soltera. Esa tía, pobre y complaciente, que hay en muchas familias... Es al anochecer cuando el alma —casi sin que el cuerpo se entere— se entrega a ese amante que se tenía tan callado.
Claro que esto no pasa siempre. No basta que atardezca, para que se revele la vida particular y oculta del alma. Hace falta por supuesto, que, también, en esos momentos, se le de una pequeña vacación al cuerpo tiranuelo... Que se le adormezca con cualquier cosa. Que se le ponga a descansar en una hamaca —por ejemplo— junto a una ventana por donde entre el fresco. Y que se le cierren los ojos. Que se le ponga en condición, en fin, de no estorbar. Entonces, sí, el alma huye por la ventana... Y se pone a divagar, a pensar suavemente, a soñar... A soñar, pero con la razón —aliada— al lado. (Porque la otra fuga del alma, la que hace mientras el cuerpo ronca en decúbito supino, no vale, ni es decente. Va sola, entonces, el alma sin protección, sin la razón al lado. Y todos los disparates la violan. Y no engendra poesía; aborta monstruos.)
Ya ha anochecido del todo. Poco rato le va a quedar al alma para timarse con las estrellas. Porque el cuerpo —ese fanfarrón déspota— va a pedir enseguida de cenar. Va a pedir luz eléctrica. Va a pedir un vaso de vino. Va a exigir. Menos mal si se está quieto, diez minutos más, con el señuelo del cigarrillo...
¡Ay, alma! ¡Cómo te ves! No te dejan respirar... ¿Es Sirio, aquél? ¿Y aquella es Vega? Un momento, alma: ¿por qué unas estrellas llevan el artículo masculino y otras el femenino?... En fin, tú sabrás. Aprovecha, aprovecha tu tiempo. Te queda medio minuto para volver a encerrarte detrás de la ventana. Estoy viendo que el cuerpo se dará enseguidísima cuenta de tus devaneos... ¿Lo ves? Ya se levanta. Ya alza sus manazas. Ya agarra la falleba de la ventana. Ya cierra. Ya hace girar el interruptor de la luz. Ya está atormentándote... ¡Ay tus estrellitas, alma! Se han quedado fuera. Se han quedado lejos...
Ver original en la Revista Vbeda
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