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Voceada, pregonada soledad. Como si fuera un producto más. De soledad, ¿también hay más abundancia ahora? Pero en nuestro planeta, la población aumenta de manera alarmante. Lo dramático —quizás lo tragicómico— es eso. Más gente y más... solos. O, probablemente, más solos por más acompañados. En fin; es lo que mil veces se ha repetido: en ningún sitio tan aislados como, abandonados al tumulto y al vaivén, en la gran ciudad.
Todo es discutible, incluso eso. Pero, ¿hacemos la valoración de la soledad? Estar solo puede entrañar un placer o casi una tremenda pena. Depende del... contexto. Sabido es que Nietzsche medía al hombre por su capacidad de soledad. Yo no creo que hoy el mundo está organizado de forma que «produzca» más soledad, como está organizada para producir más maquinaria. Estimo que lo que pasa es que el hombre la soporta menos, y ya no atina, no sabe plantar en ella como en un... huerto. Para el hombre moderno, en general, la soledad no es un huerto sino un cerco. Se siente preso, es decir, se advierte un poco con la libertad perdida cuando se encuentra consigo mismo. Esto, bien mirado, es triste. Nuestro pánico a la soledad es porque nos tenemos miedo a nosotros mismos. Cada uno tiene una hondura inexplorada que plantea problemas. La soledad nos retrotrae la mirada a una vida interior. Pero la vida interior, para la mayoría, es un yermo, un desierto. Nos aburrimos al registrarnos, al auscultarnos, al vernos, y... esto es lo trágico.
Alfred Whitehead ha escrito: «La religión es lo que el individuo hace de su propia soledad.» Estupenda observación porque la soledad es el campo de cultivo (o el invernadero, si se quiere) de lo grande y de lo trascendente. Pero la gente, para distraer la soledad ha inventado los «solitarios» o ha recurrido —recurre hoy— a los «magazines» que le cuentan la vida de Claudia Cardinale. ¿No entraña mucha más preparación humana distraer la soledad con la propia soledad?
Demasiado duro eso. Más asequible, y puede que más eficaz, es aconsejar ayudar la soledad con un libro. Y no como recurso, sino como lujo. El libro es un interlocutor: nos habla para estimularnos. ¡Cuántas veces hace «reaccionar» a nuestra soledad haciéndose fecunda! El libro es el mejor afrodisíaco de la mente. La cultura audiovisual y la «civilización del chófer» (que decía el conde de Keyserling) no representan un auténtico incentivo para las ideas. Nada más calientan la cama. Pero el libro, mucho más barato que una localidad de cine, parece muy caro y, según muchos, representa un lujo. Claro que sí; un lujo es. Pero no por costoso, sino por... valioso.
Libros, libros, libros. Están en todos los escaparates. Y no están los mejores, sino los más exitosos. Ni «Hamlet», ni el «Quijote» hubieran estado en los escaparates, en tiempos de Shakespeare y Cervantes. El caso es que hay que fomentar el libro bueno. Y, ¿todos los libros sirven al propósito de ennoblecer al espíritu? Pienso que son mejores los que contribuyen a que hagamos de nuestra soledad una obra de arte; los que siembran, aran y podan en nuestra hondura; los que labran una hombría que tenemos dentro pero impreparada. Bien; tenemos que procurar el rato de la soledad de cada día para el libro de cada día. Entonces, la soledad ha de «arreglarse» para el libro, como se arregla la novia para el esposo. No basta, pues, con una soledad de desecho que es a lo que la gente llama soledad. No sirve el aburrimiento como expediente para la lectura. ¡Procurada, soleada soledad perfumada de íntimas fragancias que a menudo desconocemos!
...Y esta soledad idónea para un maridazgo con el buen libro no es nada más que pariente lejano de aquella otra voceada, pregonada, a la que sirven de ribete pintadas angustias y de soporte rebuscados indumentos. Porque se complace en sus bienes de telón y de bambalina, la soledad es un producto más de consumo, un producto «snob». Mientras que cuando la buscamos como una necesidad para solaz del espíritu, estamos encontrando campo a lo auténtico.
Todos tenemos el espíritu muy atareado, demasiado. Urge ocuparle de vez en cuando en soledades. ¿Para castigo? No; sino como recompensa. Ya, ya; es la soledad de un Fray Luis, el que suspiraba por la «descansada vida». Contrapunto a la desértica «ajetreada vida» que, de pronto, nos aísla de la gente entre la gente, sin que nos hallemos en condiciones de sacar agua de nuestro pozo. ¡Y que buen cangilón el libro para elevarnos nuestro propio saber y nuestro propio misterio!
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