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ESE MUCHACHO DESCALZO QUE PIENSA

Juan Pasquau Guerrero

en Revista Vbeda. Año 18, Núm. 145: 31 de diciembre de 1967

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El hombre, además, piensa. Nuestra dignidad es el pensamiento. Pero cabe hacer de él una especie de profesión, y tenemos al pensador, y cabe simplemente usarlo, como una función más de la propia vida, y tenemos al pensante.

El pensador es un dedicado. Sabe que pensar es su oficio. Por eso, de antemano, se prepara: cierra sus puertas y postigos, se retira, se recluye, para elaborar en la cámara de la intimidad sus arquitecturas mentales. Pero esto es un lujo. Casi nadie puede vivir de sus pensamientos. Lo ordinario es comerciar —aunque sea comerciar en el mejor sentido de la palabra— con ellos; lo corriente es la emulsión de nuestras ideas y de nuestros actos. ¿Hasta dónde llega el pensamiento? ¿Dónde comienza la acción? Difícil establecer límites. No hay zonas en el hombre. No flota el espíritu sobre el cuerpo como el aceite sobre el agua. Cierto que en las cumbres meditativas la línea de separación se adivina. Así, los místicos, en ciertos instantes, muy bien hubieran podido llamar al cuerpo el «hermano separado». Pero ello constituiría una excepción. Lo normal es que cuerpo y alma, pensamiento y acción, se pongan de acuerdo o se hagan la guerra. En uno y otro caso sus relaciones —tener relaciones no es, siempre, tener buenas relaciones— son ostensibles.

Pero si el pensador, en cualquier caso, se empeña en echar sus redes en el piélago vital para apresar los pececillos que luego ha de disecar y sistematizar, en sus teorías, el pensante, por lo general, se limita, como Tobías, a agarrar por las agallas al «pez gordo» que amenaza su particular andadura. El pensador estricto busca dificultades, se consagra a la problemática, mientras que el pensante —más modesto— se detiene a solucionar los obstáculos que estorban su personal desenvolvimiento. ¿El pensador se sirve del pensamiento como de un bastón, como de un báculo que facilite su afán explorador, ofensivo? Pues el pensante a secas lo instrumenta como un adminículo puramente defensivo. Hay, pues, un pensamiento de conquista, descubridor y colonizador (tal el pensamiento filosófico y científico) y otro meramente conservador, cuyas pretensiones no van más allá del interés próximo.

Pero, ¿estableceremos, por eso, jerarquías entre una y otra clase de pensamientos? A veces, el pensamiento, ni siquiera su papel de arma defensiva cumple. Y surge la tristeza. Triste-pensante es quien, examinando dentro de sí, comprueba que ideas y razones no bastan para remedio de su problema. ¿Vamos, entonces, a subestimar su ensimismado gesto preocupado, a la vista del pensamiento sabio del filósofo o del sociólogo ocupado en la ardua problemática del futuro? ¿Vamos, sin más averiguaciones, a llamar egoísmo a aquella actitud y generosidad a ésta?

Ese muchacho, indigente, descalzo, sumido en no sé qué contrariedad o desgracia, rumia, de espaldas a la ciudad, su momentáneo desamparo. No va, por supuesto, a descubrir a ningún Mediterráneo. Su pensamiento no va a conquistar nada. Es un triste pensante. No tiene ideas propias por la misma razón que carecía de moral aquel personaje de Bernard Shaw: «su situación económica se lo impide». Él tiene que vivir —suprema instancia— y hasta ahora, para navegar, no dispone sino de su cuerpo feble, de sus pies descalzos, de su traje remendado. ¿Qué hacer? Terrible, conmovedor trance. No tiene su cuestión resuelta. ¿La tiene alguien? No; en rigor no la tiene nadie. Pero muchos, al menos, disponemos de los datos previos para resolver la elementar dificultad de subsistir como personas. Otros, no cuentan ni con eso. ¿Acaso no existen, todavía, hombres que no alcanzan la plena conciencia del hombre? ¿Todos han llegado al nivel de si mismos? Cuando el problema acuciante embarga, cuando la enfermedad, el hambre o la pobreza tapan los demás problemas, el hombre termina por desconocer la perspectiva, es un «primitivo», la concepción del mundo se le hace imposible. No puede ver el bosque, enredado como está en su árbol. Ni el mar, anegado como está en su ola.

He aquí como el más humilde de los pensantes, el triste-pensante, puede constituirse en principalísimo objeto de meditación del pensador olímpico.

—¿En qué piensa?

—Descubro que la colectivización intelectual, «el espíritu objetivado» va a sustituir con ventaja a aquellos latifundistas del saber que eran los genios.

—Sí, pero ahí el hombre, ese hombre. Con la mano en la mejilla hace el inventario deficitario de su edad madura, o de espaldas a la ciudad, siente cegado el cauce de sus años jóvenes. ¿Lo redimiremos desde el «espíritu objetivado» o... desde el hombre?

ANSELMO DE ESPONERA.