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Yo, un hombre gris, dentro de un traje gris, que en la crisis de la Nochevieja se pone a pensar, unos instantes, sobre el tiempo. El tiempo vuela. Yo veo caer las hojas del calendario —árbol fugaz de los días— agitadas por no sé qué viento. Mientras, el reloj señala hora exacta. Pienso en el tiempo, en el reloj y en mí.
Mis ideas son muy confusas. Nadie me puede decir con precisión qué cosa es el tiempo. Pero el reloj, inexorable, me da cuenta de su paso, mide su andadura. ¿Qué hora es? Cuando termino de decir que son las diez en punto, ya son las diez y tres segundos... Pienso en la fundamental oposición existente entre el reloj y la brújula. La brújula, con su Norte invariable, dogmática, afincada a una seguridad. El reloj, desnortado, obediente a la más anodina de las horas. Si el reloj se pudiese convertir en brújula, tendríamos la eternidad. Cuando un reloj se para, es que se duerme añorando un Norte, soñando permanencias. ¿Por qué el espacio es estable y el tiempo no? ¡Vaya disparates que se le ocurren a uno! El hecho es que las manecillas del reloj giran y giran incansables, como en trabajo forzado. ¿Una condena? Es como si caminasen —vueltas y más vueltas— en la búsqueda de una hora feliz, quieta, para el descanso. Esa hora que yo busco —que usted, lector, también busca— en insensato afán. Pero no hay actualidad en que guarecerse, en que poder quedarse. Lo que realmente trata de descubrir el reloj con sus manecillas obstinadas es la cuadratura del círculo. Imposible.
Y yo, después de mirar al reloj, me miro. Yo y el tiempo: importante tema. Quiero hacer un poco de filosofía acerca del pasado, del presente, del futuro. Compruebo que no sé, que me salen triviales las ideas. He aquí, Señor, que tras una hora llega la siguiente; pasa un día y viene otro día. Es vulgar, pero dramático. Se me ocurre lo que a cualquiera: ¿pasa el tiempo o paso yo? Y yo, ¿soy historia, o qué soy? ¿Dónde tengo más parte de mí mismo, en el pasado, en el presente o en el futuro?
Como voy adelante con el tiempo, como pienso, con la ayuda de Dios, vivir mañana, es indudable que aspiro a muchas que en mí, no tengo aún realizadas. No sólo los jóvenes, cualquier hombre está capacitado para ilusionarse con lo que no ha llegado todavía. Y si camino es que aliento en la secreta esperanza de que voy a ganar algo más allá de donde estoy ahora; seis, cien o mil días más allá. Así es que parece que lo mejore de mí mismo está en el futuro.
Pero cuando esto pienso, paso mi mano sobre la frente. Y me doy cuenta de que mi mano y mi pensamiento no pertenecen propiamente al porvenir, sino que son un «ahora mismo». ¿Ahora mismo? Yo soy un hombre que lleva su duda dentro de su sonrisa. Me estoy sonriendo, pues, de mi anterior pensamiento. ¡Mis manos de ahora! ¡Mis ideas de ahora! ¿Tengo yo ahora algo que sea, íntegramente, de ahora? En mi gesto, probablemente, está el gesto de mi bisabuelo. En mi mirada, vive el color y el «tono» de la mirada de mi padre: todo el mundo me lo dice. También he heredado de no sé quién esta manía absurda de estirar con un dedo el párpado cuando me encuentro preocupado. Y mi forma de andar... Y mis pulmones con los que respiro llevan, asimismo, un sello antiguo, un marchamo de familia. Eso en lo que a mi cuerpo se refiere. Porque si me pongo a analizar en el espíritu, ¡cómo voy a tener el cinismo de decir que estreno hoy mis ideas! ¿Acaso inauguro yo en estos momentos —acaso son enteramente actuales— mis pecados y mis pequeñas virtudes? La gente grita por ahí lo de «Año Nuevo, vida nueva». Sí, sí, de acuerdo: vida nueva, pero con el material antiguo; con la creencia de ayer, con la mirada de ayer. Hurras nuevos, pero con la garganta de siempre. Uno es un depósito vivo de ideas, de sensaciones, de emociones, de funciones. Uno no puede renunciar a la historia de sus arterias, a la biografía de sus instintos. Uno tiene en el pasado personal su cuartel, su arsenal, su intendencia. Piafan los corceles del deseo en ansia de cabalgar hacia el futuro. Pero del tiempo pretérito se nutren y la historia es su reducto.
Nochevieja. Yo veo caer las hojas del calendario —árbol fugaz de las horas— agitadas por un viento. Yo siento en mi interior la música de los días cesantes. Las memorias —los dulces recuerdos, los amargos recuerdos— callaban como campanas quietas y... esta noche se han puesto a tañer melancolías. ¡Nochevieja! Yo soy tiempo —tiempo ahorrado en mis ideas y en mis miembros— que quiere pararse en una hora segura. Pero, ¿hay hora segura?, ¿hay tiempo techado? No se puede edificar una estabilidad en el solar de ninguna hora. Me lo está diciendo el corazón:
—Mira, hay que caminar.
Año Nuevo. El tiempo y yo frente a frente. Él, con su inexpresiva mirada blanca. Yo, con mi impaciencia y con mi campanario: con mi afán y con mi nostalgia. Hay que caminar. Hay que girar, como las manecillas del reloj, esclavos de las horas. Hasta que ellas pasen y el momento llegue. Hasta que se pueda decir de nosotros: «Le llegó su hora.»
Pero esa Hora es otra Esfera.
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