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CUANDO COGE EL TORO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 31 de mayo de 1969

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Parece que fue Pedro Romero —comenzó a bregar con los toros en 1771 y se retiró en 1799— el único diestro famoso que jamás sufrió una cogida. Pero la excepción confirma la regla; todos los toreros antes o después, con graves o leves consecuencias, tienen un percance o un acci­dente. Y por extensión, metafóricamente, ¿quién es el hombre, cualquiera que sea su profesión, que no haya sido nunca cogido por el toro? ¿Quién es el valiente? Porque la vida es lidia... (La vida es milicia, se lee en el libro de Job. Pero si es milicia, es lidia). Hay siempre, a pocos afanes que se tengan, un morlaco insistente que —en forma de «bicho » o en forma de dificultad más o menos terrible— juega de oponente; oponente de nuestra lucha. Si para los toreros hay toros tangibles, constantes y sonantes, que sortear, para los demás no faltan enemigos. Pero el toro de los demás no se banderillea ni se estoquea en media ho­ra. A veces, para deshacernos de él, necesitamos toda una vida.

¿Existimos? Luego estamos en el ruedo. En rigor, ca­da profesión, cada oficio, cada empleo, cada dedicación, tiene su «faena». Abundan, ciertamente, las faenas de aliño. Luego las faenas de adorno. Escasean las faenas ajustadas, precisas, hondas. Si el público de toros no en­tiende en general de toreo, tampoco los vivientes en general, ¡oh paradoja!, entienden de vida. Y se aplauden más los lances bonitos que los templados. Y más la apa­rente brillantez que la eficacia. Y como cada profesión reclama un gesto, y un «pase» cada dificultad, son más los que improvisan que los que lidian, más los que se lucen que los que trabajan. Por supuesto, en la vida, ante la propia dificultad específica, ante el toro que tenemos reserva­do no valen en rigor las faenas prefabricadas, las faenas «standard». Y no bastan los «dos pases» por muchas toca­duras de pitón que vengan después. Cada viviente tiene, sobre el ruedo, y sobre la marcha, que ir inventando su fae­na. No hay «faenas» a priori: los recursos para la lucha surgen en la lucha y según la lucha. No hay toreo, en fin, esencial, sino existencial. Porque cada peligro tiene los cuernos colocados de una manera. Y no todas las dificul­tades cojean de la misma pata. Los filósofos —es cierto— son los teóricos de ese toreo que es la vida. Pero no se vive sólo con filósofos: atenerse a ellos sería incurrir en toreo de salón. Cada hombre, sobre lo que sabe y aprende, debe incorporar su propia inspiración. No es que cada hombre, para la lidia, deba salirse de la ley e interpretarla como se le antoje. Es, más bien, al contrario. Es que, cada uno, para cumplir la ley —y para matar su toro— ha de contar consigo mismo, ha de modular en su garganta la canción y en su voluntad la norma. (No es que haya que eliminar los dogmas. Es que, para aceptarlos, tenemos que movilizar nuestra fe. No es que sobre la teoría; es que para conjugar­la está nuestro ejemplo).

Pero está claro: si toreamos, si luchamos, si lidiamos, alguna vez nos empitona el problema que tratamos de es­toquear: nos hiere la dificultad que queremos vencer. Cae­mos sangrando en la arena. Podemos, entonces, levantar­nos frenéticos diciendo el clásico «A mí con él; dejadme solo». Pero si la herida es honda, no vale la valentía ni la fanfarria. En todo caso, puede quedarnos la satisfacción de que la faena ha sido —estaba siendo— honrada, y que se adecuaba a las condiciones del «bicho». Aunque tenga­mos que retirarnos, sin ser orejeados, a la enfermería.