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LAS BELLAS ARTES A LA BUSCA DEL HOMBRE PERDIDO

Juan Pasquau Guerrero

en Conferencias. Apertura del Curso 1973-74

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Conferencia pronunciada por D. Juan Pasquau Guerrero, con motivo de la apertura del Curso 1973 - 74 en la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísitcos de Úbeda.

Cualquiera de vosotros, cualquiera de ustedes, señoras y se­ñores, ha leído ya algún libro —novela, ensayo o ciencia ficción— sobre futurología. La futurología es una especie de divertimiento nuevo. La futurología trata —a la vista de los síndromes que aque­jan a nuestra sociedad— de dar el diagnóstico y el pronóstico del porvenir que nos aguarda. Pero, ¿qué futuro nos aguarda?. En lengua inglesa, Alvín Toffler, describe un cuadro sorprendente de la sociedad de mañana. Según él, va a cambiar todo. Y va a cambiar de una manera tan radical, que ya no nos van a servir nuestras medidas para hacernos cargo de las auténticas dimensiones —que van a ser otras dimensiones— de las cosas. Ni nos van a servir nuestros conceptos para expresar las verdades. Ni nuestras razones para es­timar la lógica escondida del universo. Ni siquiera, viene a decir­nos poco más o menos Toffler, nuestro corazón, con nuestros sen­timientos antiguos —pasados de modo y de moda—, ni nuestro mismo cerebro, cuyas neuronas bastante retrógradas, bastante con­servadoras, no van a ser capaces de afrontar ese alud creciente que se nos echa encima, tienen nada que hacer —si no es que se renuevan urgentemente— para cuando el año dos mil pase de ser amenaza a ser realidad.

Naturalmente Toffler exagera y hasta hace —con pretexto de ciencia— un poco de humor. Sin embargo, es cierto que el llama­do «shock del futuro» inquieta y alarma por todas partes. Inquie­ta el futuro, sobre todo, por su incertidumbre. ¿Nos va a traer el tiempo que llega con velocidad asombrosa —nunca el tiempo ha recorrido mas sucesos por hora—, nos va a traer, repito, el tiem­po próximo un bienestar paradisíaco o un apocalipsis? Aquí, las opiniones se dividen. Hay futurólogos enteramente optimistas y los hay absolutamente pesimistas. Los optimistas nos regalan con la fantasía de un mundo supercivilizado y supertécnico donde el ocio fecundo —liberados de nuestras angustias y de nuestros dolo­res— va a ser terreno abonado para todos los placeres; donde el hombre con sus máquinas y con sus palancas, con sus cohetes y con sus computadoras, con su bioquímica y con su electrónica, va a arrebatar al Cosmos sus últimos secretos. Los pesimistas, al con­trario, atemorizan con un porvenir de ocaso borrascoso en el que se van a tornar negros todos los estandartes. Un porvenir de ham­bre, desolación, espanto y muerte, en el que agotados todos los recursos vitales y esquilmadas las últimas fuentes de energía, se producirá un regreso fatal al mas hostil primitivismo; el hombre, verdaderamente, lobo para el hombre. De tal forma que el «Gloria en el Cielo y paz en la tierra», vendría a parar, como en de­venir postrero en «guerra en el cielo y odio en la Tierra para los hombres de mala voluntad».

Difieren mucho, sí, las opiniones acerca del color del futuro que algunos de los que aquí estamos verán quizás; pero que mu­chos, de seguro, por suerte o por desgracia no veremos. No coin­ciden los criterios acerca del cómo del futuro. No obstante en algo parecen estar de acuerdo casi todos los futurólogos, tanto los que vaticinan el bienestar absoluto como los que presagian, agoreros, un apocalipsis. Porque tanto unos como otros temen que el hom­bre, contagiado por su bienestar o su malestar, va a desustanciarse, va a sustituir el drama genuino de su persona —capaz de salvarse o de condenarse— por una individualidad artificiosa, muy feliz o muy desgraciada —según cada pronostico— pero en cualquier caso muy poco humana. De un lado y de otro, en efecto, da mie­do esa deshumanización que, imperada por las técnicas erigidas en reinas y señoras de la Cultura, amenaza con obligarnos a la dimi­sión. Se dice que el hombre —ahogado por su propia prosperidad o por su propia desventura— va a abdicar de sí mismo, va a de­jar de ser quién es, se va a perder. Pero ¿qué es, amigos, qué es, señores, esto de que el hombre va a perder al hombre? ¿Donde, cómo y por qué nos vamos a perder?

La uniformización de modos de vida, la universalización de aficiones y gustos, la standadización de las costumbres, la manipu­lación de las ideas, la manufactura de las razones, están haciendo ya de la Cultura una Industria, de la Civilización una fábrica y del hombre un «producto». Es paradógico, pero así resulta; el hombre «producto de sus productos», arrollado y marginado por las consecuencias de los efectos de sus resultados. El hombre obs­taculizado por sus mismas creaciones. De tal forma que su com­pleto bienestar —si llega, como quieren los optimistas — va a ir en detrimento de su ser. «Y no es el bienestar lo que me interesa, escribía Teilhard de Chardin. Lo que me interesa de verdad no es estar sino ser» Y es eso lo que, se teme, nos va a quitar el futuro: el ser. Porque —felices o desgraciadas— las almas vaciadas de su pulpa eterna, de su flujo lírico, cambiada su intransferible índole por la hegemonía de un estar, se convertirían, descuajado el dra­ma del espíritu y ausente el misterio de la persona en ese «casca­rón vacío» que era «El Rey Lear», viejo y desamparado de sus hijas, en el decir de Shakespeare.

Yo creo que sí, que hay síntomas ya de que los hombres nos estamos perdiendo de vista, de que cada uno ve alejarse a su yo en el horizonte. Presiento, que si no se pone urgente remedio, el hombre va a entrar en su auténtica vejez, es decir va a convertir­se en número pasivo y sin iniciativa: va a perder su figura y su forma. Porque «cascarón vacío» extraviada su esencia, sufrirá el trance de quedar flotante, cesante y sin pesantez. Y de forjador de sus destinos, va a pasar a ser no sujeto sino objeto pasivo de la Historia. Cosa y no alma. Y entonces los productos del hom­bre —los productos de sus ideas y las consecuencias de sus razo­nes y los resultados de sus inventos— abandonarán al hom­bre como abandonaron al «Rey Lear», una a una, sus propias hijas.

Ferrater Mora, un pensador español contemporáneo, lo ha dicho; «Hay épocas en que los hombres descubren que pueden dejar de ser hombres». Posiblemente, la que se avecina es una de ellas. Si no tomamos las precauciones debidas, nos vamos a disi­par —así, literalmente, a disipar— sometidos a ese proceso de va­porización que está resultando ser la Civilización supertécnica. La gente muchas veces renuncia a mirarse por dentro porque ca­da vez encuentra menos cosas auténticamente suyas, de aquellas que desde la niñez constituyen el núcleo de su persona y su más genuino patrimonio. La gente se da cuenta de que pierde, poco a poco, o mucho a mucho, valores tan fundamentales como la fe en Dios, la honradez, la confianza en el hermano, el amor, el sueño, la ilusión. Hay jóvenes que dicen «he perdido la fe» con la mis­ma tranquilidad con que dirían «he perdido el bolígrafo». Y qui­zás dentro de unos años, las muchachas van a declarar la pérdida de su virginidad sin apurarse más que cuando pierden el botón de un abrigo. A mi juicio, todo esto entrañaría la auténtica bancarrota del ser —del ser humano como persona, como mundo con leyes y valores propios— en aras de una «cosificación» de un estar, plácido o difícil, bienestar o malestar, a que nos lleva un mundo más atento a la cantidad que a la calidad, más a lo útil que a lo bello, más a la materia que al valor, más a lo externo que resba­la que a lo interno que ahonda y labra. A Baudelaire —el poeta francés— le preguntaron una vez, donde desearía para siempre vivir. Baudelaire respondió: «En cualquier lugar que no sea el mundo». No quería decir con esto el poeta que deseaba morirse. El verdadero sentido de su frase sería mas bien este: Deseo estar en cualquier lugar donde me dejen ser quien soy, donde no me contamine el ambiente vulgar, la polución insana de las mezquin­dades. Deseo vivir en cualquier lugar donde mi mundo tenga la suficiente potencia para anular la deletérea influencia de unas ideas, usos y costumbres que me estorban desde fuera. Como si dijera; quiero que mi vida interior venza al mundo y no el mun­do a mi vida interior...

Está claro que no hay que renunciar al mundo; que no quie­ro invitar a nadie con este recuerdo de la frase de Baudelaire a que corte sus amarras con la sociedad o a que se encierre en su torre de marfil. Nadie puede bastarse a sí mismo y lo humano y lo cristiano es establecer cada día puentes, lazos de unión entre todos. Pero también es obvio, no admite dudas, lo de que si no atende­mos a nuestras «provincias interiores» que diría Ortega y Gasset, o a nuestro «inmortal seguro» que diría el serenísimo Fray Luis de León, también es incontrovertible repito, que si nos abando­namos al vaivén del oleaje externo que nos masifica y nos cosifica, se nos perderá a cada cual el hombre —su hombre— aunque conserve el nombre —su nombre—. El mundo supertécnico, supercivilizado, lleno de productos de fábrica que nos envuelve, tiende a suprimir las diferencias de presión y de nivel de nuestra persona, de la de cada uno. Una persona fundamentalmente es es­to; una inestabilidad gloriosa, un desnivel, un desequilibrio de contrarios, o sea, un desequilibrio armonioso. El futuro —si es co­mo nos lo presentan algunos futurólogos— pondría a todos los hombres a un mismo nivel ideológico, emocional. Suprimiría la orografía y la hidrografía de cada uno. Es decir, nos arrasaría. Es decir, terminaría con lo que nos distingue de lo que nos rodea, cuando ser persona no es otra cosa que constituirse en torno al centro de nuestra específica diferencia. Cada cual tiene que estruc­turarse —y esa es la suprema empresa— pensando en quién es, en por qué es y para qué es. Cada uno tiene que formarse atendiendo al material que Dios le da y no haciéndose una chabola a base del material de aluvión que le trae la riada de las urgencias, de los actualismos, de las últimas novedades y de los prejuicios últimos.

Pero ahí está, amigos; ¿Queda ya mucha gente que se haga esas cardinales preguntas, que ahonde dentro de su intimidad pa­ra saber quien es, por qué es y para qué es? ¿Quedan muchas personas que deseen seguir siendo personas?. ¿Quedan muchos hombres, mas sensibles a la pérdida de lo que son que a la pedida de lo que tienen?. ¡Este es el gran mal que a todos nos amenaza! Todos estamos expuestos a estimar como mayor desgracia la pér­dida de nuestro dinero que la pérdida de nuestra alma. Todos es­tamos abocados a guardarnos mejor del resfriado que amenaza nuestros bronquios que del resfriado que amenaza nuestras con­vicciones. Todos estamos dispuestos quizás a perder antes lo que da belleza a nuestras horas que lo que da utilidad a nuestros propósitos. Y será así, de tumbo en tumbo, de abdicación en abdica­ción, como llegaríamos a convertirnos en perfectos mecanismos de toma y daca, evaporada toda noble ambición. Es así como llega­remos a parecernos al tragaperras —planificada y allanada nues­tra conducta a base de timbres, reflejos y resortes— en lugar de parecemos a Dios que es para lo que hemos sido hechos. Es así —en definitiva— como cada persona perdería a su hombre, que­dándose sí con su nombre. Pero su nombre sin nada especial den­tro, su nombre «cascarón vacío» como el Rey Lear, a merced de la tiranía de sus engendros, de sus productos.

Piensa uno, por tanto, sospecha uno que, ante la perspectiva urgiría la puesta en marcha de una «operación rescate». Opera­ción a la caza y captura del hombre que se pierde entre sus esco­rias, que ve como se desdibuja su línea personal, su perfil, entre la espesa niebla, amorfa niebla, que lo envuelve. Piensa uno que hay que predicar y emprender una cruzada a la busca del hombre perdido, del hombre que pierde sus raíces. O del hombre que inauguró la Civilización robando —valiente Prometeo— el fuego del Cielo y que ahora contempla impotente y sin ira como la cul­tura se va a clausurar robándole a él su propio fuego. Porque no es que ahora los hombres nos estemos volviendo imbéciles. Al contrario. Ahora el nivel mental de cada uno es, probablemente mayor. Y ahora hay más inteligencias privilegiadas. Y mas inven­tos. Y quizás mas genios. Pero la cultura se está desintegrando. Un proceso catabólico, analítico, nos lleva a conocer el mundo y las cosas palmo a palmo y milímetro a milímetro, pero nos priva de una cosmovisión total, de una síntesis, de una concepción uni­taria del Cosmos, de la Historia, de la Ciencia y del Pensamiento. No somos menos inteligentes, pero somos menos sabios. No, no es esto una paradoja, ni es una «boutade». Es que entendemos en latitud y anchura pero no comprendemos en profundidad. Es que nos sobran ideas y nos faltan ideales. Es que miramos más y ve­mos menos. Es que somos impacientes para las fructificaciones, pero sin ninguna paciencia para esperar las sazones. Es que, como magistralmente escribía Gabriel Marcel, el genial filósofo francés recientemente fallecido, no sabemos distinguir entre problemas y misterios. Y como cada día resolvemos problemas nuevos, hemos llegado a ignorar —supina ignorancia— que son los Misterios —bellos, altos, sublimes, castos y dramáticos misterios— quienes dan el recado y la señal de qué es el hombre. Borrachos de lo que tenemos. Perdemos la conciencia de lo que somos. Nos vino la plenitud de la Ciencia y dejamos que se nos escape el carisma de la Sabiduría. En resumen el proceso catabólico de la civilización técnica, quiere doblar el pulso al proceso anabólico, integrador, unitario, de la Cultura. Y estamos a punto de perecer entre la es­pada y la pared.

Pero mis queridos amigos, ahora mismo os estaréis diciendo; ¿Qué tiene que ver lo que nos está diciendo este hombre con el enunciado de su intervención? ¿Qué tiene que ver el anabolismo de la Cultura y qué tiene que ver Prometeo, y qué tiene que ver Gabriel Marcel y qué tiene que ver el tragaperras y qué tiene que ver el Rey Lear, y qué tiene que ver Toffier y qué tienen que ver los futurólogos y qué tiene que ver todo este batiburrillo con el Arte o con las Bellas Artes? Brevemente, porque si no voy a ser demasiado largo, desearía que reflexionemos juntos unos instantes y veríamos que sí, que tiene bastante que ver.

Por supuesto que si el hombre que empezó en cazador de ja­balíes ha de dedicarse ahora a la caza de su personalidad que hu­ye fugitiva, no hay expediente mejor que la apelación a lo trans­cendente. Por supuesto, que si el hombre se busca tiene que ape­lar a Dios como Lazarillo, ya que un ciego —como dice el Evan­gelio— no puede guiarse por otro ciego. Si, por las causas que fuere, los hombres de ahora, muy lúcidos en ciertas cuestiones, hemos perdido en cambio la Luz, dificilísimo será que podamos hacer claridad en nuestros fondos y que seamos capaces de encon­trar en la hondura al hombre que se esfuma entre la niebla, o que podamos gritar desde nuestra desolada soledad al hombre que se pierde en el horizonte. No nos encontraremos si no es de la ma­no de Quien, después de crearnos, de hacernos, vino al Mundo para buscarnos y rebuscarnos. Me gusta repetir estas cosas que ahora se oyen poco. Me gusta recordar las palabras de Pablo VI cuando dice que «sin la apertura al Señor, el hombre empieza a degradarse, es decir, empieza el hombre a perder su categoría de hombre». Ojalá nuestro tiempo estuviese capacitado para la ele­vación mística. Ojalá pudiésemos, como San Juan de la Cruz, dinamizar la rueda entrañable; ojalá aspirásemos al «conocer no sa­biendo, toda Ciencia trascendiendo» del carmelita, obrando a mo­do de turbina espiritual que alancease y pusiese en movimiento, en irreprimible rotación las aguas profundas, los pensamientos profundos que, si no se mueven, quedan en perfil conceptual de puras geometrías. Ojalá que, aunque aprendices ineptos o igna­ros, nos sintiésemos inclinados a la limpia disciplina mística, ya ahora se necesitan más intuiciones que razones, más fervores que cálculos, más silencios que palabras, más sentires que decires y más amor que puro intelecto. Yo, a veces, me hago la ilusión de que pasado algún tiempo se va a producir la ansiada reacción y que de nuevo van a volver a tener más valor los místicos, los san­tos, los artistas y los poetas. Más valor que los intelectuales, los tecnócratas y los burócratas. Yo pienso que sí, que al mundo —pasada esta época de confusión— le va a subir otra vez la ten­sión, la tensión espiritual, y van a pasar, por tanto, estos vértigos y estos mareos...

No obstante, creo que hay también soluciones, aunque subsi­diarias e incompletas, de tejas abajo. Para la busca del hombre perdido, pueden ser decisivas según mi opinión, las apelaciones a ese transmundo —o si quieren ustedes, si queréis— a ese intramundo superior del arte. Porque para encontrarnos necesitamos primero eso que llamamos la evasión, la fuga, de estas ocupacio­nes que nos tapan, que nos obturan que nos cierran y encierran. El arte es el supremo «hobby» que nos aleja de lo cotidiano para acercarnos y zahondarnos luengo en nuestros pozos íntimos, en nuestras cisternas líricas. La poesía, el arte, la música, la pintura, la contemplación de una catedral, la sugerencia de una ojiva, la serenidad de un frontón clásico, la gracia de una estatua, la finu­ra de un ánfora, la armonía de un simple decorado plasmado con sensibilidad y con gusto, son otros tantos expedientes para sumir­nos en la actitud contemplativa. La actitud contemplativa vuelve a presentarnos al mundo del primer día, alejándonos de la visión de este mundo cansado, fatigado, sudoroso, de estas jornadas de la historia que vivimos; jornadas que tienen apariencia de últimas o de penúltimas jornadas. El arte —ya sea por la contemplación o por la ejecución de la misma obra artística— da estilo, fuerza a nuestros días manchados de barro. ¿No os habéis sentido mucho mis hombres oyendo a Bach, a Bheethoven o a Mozart? ¿No ha­béis encontrado en vuestra alma cosas que creíais definitivamente olvidadas, al acariciaros el silencio umbroso de una música romá­nica o de radiante templo gótico o renacentista? ¿No habéis vuel­to a refrescar lo mejor de vuestra vocación de belleza —todo hombre, aunque lo ignore, tiene una vocación de belleza— en la presencia de un cuadro de Leonardo, de Rafael, de El Greco, de Velázquez, de Rembrand, de Monet, de Zuloaga, de Miró, Ma­tisse? Y tanto mejor, si además de contempladores sois ejecutores. Tanto mejor, si además de emocionaros ante un óleo, una imagen o una melodía, sois vosotros mismos capaces de plasmar, un cua­dro, un» escultura o una pieza musical. Porque entonces, además os realizáis, como se dice ahora: entonces promocionáis la vida genuina, a pura autenticidad. Entonces —permitidme la expresión— pescáis el yo del fondo dormido de vuestras aguas.

Superior, tensa, gloriosa, penosa y triunfal empresa la de en­contrar el yo, Ah, mis queridos amigos artistas que me oís, pro­fesores artistas, alumnos artistas, ¡cómo os envidio! Cuando pintáis, cuando esculpís, cuando hacéis un modelado, un vaciado, cuando trazáis las líneas de un dibujo, cuando diseñáis una pieza de confección, cuando decoráis una habitación, como vertéis en la obra que lleváis a cabo lo más secreto, lo más valioso, lo más personal, gracioso, lo más encendido de vuestra alma! ¿Verdad que entonces —y no antes ni después— os experimentáis enteramente vosotros, vosotros mismos? ¿Verdad que es en esos mo­mentos de trance creador cuando os advertís un poco como Dios, ensayando mundos nuevos? ¿No es, así, como de cierto os encontráis y como de verdad os queréis? En la curva del ánfora que modeláis, en la pincelada que conseguís hacer saltar ágil sobre el lienzo, en el escorzo sutilísimo de la estatua a la que dais expresión, figura y presencia, estáis presentes y actuantes con toda la carga emotiva de un yo intransferible y gozoso. Mejor o peor, só­lo tú artista has hecho el cuadro que haces. Otros harán otros mejores o peores, pero no otro igual. E irrepetible será, igualmen­te, esa figura de barro que modelas con tus manos —artesano ami­go— pareciéndote durante unos momentos al Dios del Génesis. Y nadie hará una jarra exactamente igual a la que tu acabas de plasmar, alumno aprendiz de la escuela. Estas obras de arte que alumbráis —queridos profesores de la Escuela de Artes y Ofi­cios—, esas preciosas cosas que aprendéis a traer al mundo —que­ridos alumnos de la Escuela— son vuestra posesión; son de vosotros, genuinamente de vosotros. Constituyen vuestra auténtica propiedad, porque no representan productos cedidos, comprados, vendidos y adulterados; no pertenecen a la sociedad de consumo. Son efecto y gracia de vuestra inspiración, de vuestro trabajo, de vuestro esfuerzo. Son la manifestación de la casta bondad última del corazón. Son la epifanía de la persona libre, evadida de las cárceles de lo cotidiano, de lo vulgar, de lo anodino. Hacéis un cuadro, una cerámica, una forja o un mueble —simplemente una silla en el taller de carpintería artística— y notáis, ¿verdad que sí?, que vuestros pájaros, vuestros mejores pájaros han alzado su vue­lo de vuestro suelo. ¡Cómo os envidio, artistas y artesanos! ¡Cómo os envidio profesores y alumnos de esta escuela! Yo soy un hom­bre incapaz de trazar un dibujo, de pintar un cuadro, de modelar un botijo. Yo tengo unas manos torpes y una mente algo tarta­jeante. Yo no puedo lograr una obra bien hecha. Yo soy impo­tente para vaciar mi espíritu en el lienzo, en el dibujo, en el barro, en la madera, en el hierro. Yo no puedo encontrarme, yo no pue­do hallar al hombre perdido —como vosotros seguramente lo en­contráis — por ese camino. Yo os doy mi enhorabuena y yo os doy las gracias porque sabéis cómo se hace la belleza. Y ¡cómo se parece la belleza a la Verdad! ¡Son las dos caras de una misma moneda! Moneda que no se cotiza en las oficinas bursátiles sino en la Bolsa de Dios.

Queridos artistas-artesanos de esta Escuela. El artista es la continuación del artesano y el artesano es la continuación del ar­tista. Por enésima vez hay que recordar la frase da don Eugenio d'Ors: «El secreto de la perfección artística de Úbeda, a su voca­ción artesana se debe». A vosotros, artistas y artesanos de la Escue­la de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Úbeda, la expre­sión de mi cordial y admirado homenaje.