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UNA « MORAL PLATERESCA»

Juan Pasquau Guerrero

en Polvo Iluminado [Gráficas Bellón] . Úbeda, 1948

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La filosofía es, quizás, hermana gemela de la poesía. La diferencia es que la persuasión de la filosofía convence nada más; mientras la emoción poética vence.

«A no ser que la filosofía sea capaz de crear una Julieta... para nada sirve, nada vale», exclama el enamorado Romeo, como úni­ca respuesta a las sabias reconvenciones del Fray Lorenzo de la tragedia shakesperiana. He aquí insinuado, a mi entender, el principal escollo con que en el mundo tropiezan muchas cosas por demás sen­satas, razonables, buenas. A la filosofía, que siempre lleva razón, le falta en ocasiones la poesía portadora eterna de emociones. Sucum­ben por inepcia aspiraciones generosas del alma porque la luz del pensamiento que las anima, ilumina sin quemar. Las ideas se quedan yertas, en su misma torre de marfil, si no sabemos abrigarlas de sen­timientos y hasta de sensaciones; si no acertamos a llevarlas un poco de temperatura.

«Si la filosofía fuera capaz de crear una Julieta...» Lo rectilíneo, lo plano, lo regular, lo exactamente geométrico jamás ha gustado a los hombres. La filosofía es a modo de la geometría del espíritu, to­davía en fase de especulación, de ensayo. La Moral es ya una geome­tría aplicada, buscando límites al derecho, midiendo y señalando, pro­hibiendo y acotando. Y, claro está, frente a la Moral, hecha de líneas, rectas, está la Naturaleza, pródiga en curvas. La precisión estricta del deber, que convence, encuentra frecuentemente el obstáculo de la gra­ciosa inconsecuencia de la emoción que vence. En última instancia el problema filosófico —el problema moral— y el problema artístico ofre­cen las mismas dificultades: Clasicismo y Romanticismo son, en cierto modo, sinónimos de Razón y Emoción.

Naturalmente el arte, como la moral, ha buscado transacciones, so­luciones viables a esta posible antimonia. Surgen en arte estilos híbri­dos cuya realización aleja o aplaza disyuntivas; se parecen tales estilos a aquellos matrimonios por «razones del Estado» que servían, en los Reinos, para dar fin a una guerra o cesación a un peligro. ¿No repre­sentan esto las nupcias del renacimiento con el gótico, de la emoción romántica con la serenidad clásica? Pero estos estilos híbridos son pu­ramente ocasionales, se pierden. Los «caracteres intermedios» vuel­ven a disociarse y quedan en definitiva, sólo las «líneas puras», que diría Méndel extendiendo sus leyes biológicas al campo de la Filosofía o el Arte...

Ahora cabe preguntar si es asimismo posible, en moral, la aplica­ción de un criterio ecléctico mediante una síntesis y una selección de los elementos distintos. El Bien, sin la Belleza, sin la emoción, —cuan­do no está asistido tampoco de las más altas influencias de la Gra­cia— carece generalmente de impulso, de «fuerza motriz». Pero, por otra parte, amar a la Belleza por la belleza misma representa un cír­culo vicioso ya que la emoción, como el instinto, son determinantes y no fines de la actividad humana. No se si fue D'Annunzio quien se erigió sacerdote de «Nuestra Señora la Belleza». ¿No sería mejor bus­car amos a la Belleza; hacer a la Belleza sacerdotisa del Bien? He aquí el Arte transcendental y, en nuestro símil, he aquí la «moral plateresca».
Una «moral plateresca» sería una moral en que cupieran los tem­blores humanos sobre la pauta de los divinos ritmos. Bien está la clá­sica austeridad de una convicción moral o religiosa; pero ¿por qué no adornar con una finas hojas de acanto la árida desnudez del capitel dórico? ¿Por qué no conservar, sobre el trazado severo de nuestra re­forma espiritual, las maravillosas gárgolas de los mitos emocionales e íntimos?

Es probable que toda nuestra angustia, es probable que toda la lucha interior del hombre consigo mismo, tenga este origen: querer plasmar, para su uso, una moral plateresca; querer fundir en un sólo