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AZORÍN

Juan Pasquau Guerrero

en Polvo Iluminado [Gráficas Bellón] . Úbeda, 1948

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(Ha sido concedida a Azorín, la Cruz de Alfonso X, el Sabio).

Lo que hace falta es que eso de «el maestro Azorín», no se nos cristalice en tópico. Algunas veces otorgamos este adjetivo encomiásti­co, como quien concede una jubilación con haberes de retiro... No ca­be aquí hablar de «viejas glorias», con un aire protector y de suficien­cia. Pudiera ser que para algunos, el «maestro Azorín», se haya con­vertido en el «abuelito» querido de nuestra literatura. Abuelito a quien se oye con cariño, pero a quien para nada se hace caso. «Abue­lito» con sus chocheces ya, con sus caprichos ya, con sus achaques ya, a quien es preciso soportar y perdonar, en gracia de su edad...

No; Azorín no es nada de eso. Estaría bueno que nosotros ahora nos pusiéramos a juzgar a Azorín con aquella desaprensión rotunda que suele dar la irresponsabilidad. ¿No es verdad que, al fin y al ca­bo, todo afán iconoclasta —aunque se vista de seda— revela, en quien lo manifiesta, la inepcia radical de un primitivismo torpe y artero?

Nosotros los jóvenes de ahora, estamos en nuestro derecho al no opinar de acuerdo con «Azorín». Estamos, inclusive, en nuestro dere­cho al combatirlo. Lo que no podemos hacer es juzgarlo. Y desde lue­go, lo que estaría ridículo es que, puestos a quererle, lo quisiéramos como se quiere al abuelito, concediéndole, como un caramelo, el adje­tivo de «maestro»: golosina sabrosa para un genio desdentado...
*
«¿Qué aprenderemos nosotros, los jóvenes, de «Azorín»? El «vul­go» ha endosado a la generación del 98 varios caracteres negativos. Entre ellos el de pesimismo. ¿Es pesimista «Azorín»?
Abramos cualquier libro de «Azorín», por cualquiera de sus pá­ginas. Nosotros, los jóvenes vivimos atormentados por proximidades concretas, hirientes, rotundas. Lloramos y reímos por cualquier cosa que nos entra por los sentidos. Nuestras alegrías y nuestras tristezas nos llegan perpendicularmente. Y casi se pudiera decir que las absorbemos, sin reflejar; sin devolverlas mitigadas, embellecidas, al ambien­te... La prosa de Azorín», en cambio, parece toda ella una prosa cre­puscular, de reflejos. ¿Qué se dice en ella que sea directo o ardiente? El estilo de «Azorín», gramaticalmente, es directo y meridiano. Pero los conceptos y las ideas expuestas en su prosa, ¿representan algo más que cambiantes matices, arreboles, remembranzas sutiles de un espíri­tu finamente aristocrático, velado, que no incide sino que refleja; que no gravita, hiriendo las cosas al caer sobre ellas, si no que roza sua­vemente, tangencialmente, la multiforme variedad dispersa de las ideas y de los sentimientos? Por eso se dice que «Azorín» es pesimis­ta. Por que su prosa sin acidez, sin feas contorsiones espasmódicas, se distienden, en una sutil parábola inestridente, serena. Porque hay arreboles y tonos violetas y malva en sus artículos, en sus ensayos. Pero cabe preguntar, ¿es que la tristeza serena, apacible, la tristeza que las ilusiones reflejan, al chocar en el duro pulimento de las cosas, es pecado? Yo no llamaría pesimismo o la tristeza, cuando de la triste­za se hace una obra de arte. ¿Cabe más optimismo que esta disposi­ción placiente de ánimo que descompone la pena existencial en pura irradiación de colores? Los pesimistas por paradójicos que resulten, son los otros: los que no saben nada más que estar alegre, los que cuando les llega un sufrimiento no saben que hacer con él, no acier­tan a asimilárselo ni reflejarlo transformado con áurea melancolía.
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«Azorin» apenas dice nunca nada. Solo insinúa. Bordea los temas sin penetrar del todo en ellos. ¿Es que teme la salida? «Azorín» no va contra nada. «Azorín» lo comprende todo...

Y porque «Azorín» lo comprende todo, nosotros los jóvenes, no acabamos de comprender a «Azorín». Porque nosotros somos parcia­ les por naturaleza. Hay que estar a favor o en contra. Hay que decir sí o no...

¿Cómo vamos a renegar nosotros de nuestra juventud? Nuestro estilo es de milicia. Nuestras ideas son de combate. Y sin embargo... Sin embargo alguna vez, muchas veces, necesitamos, para calmar nuestro cansancio, para mitigar fatigas de nuestra alma doblegada por la gravitación de las ideas perpendiculares, necesitamos este se­dante crepuscular de la prosa de «Azorín» hecha de matices, hecha de reflejos, hecha de melancolías...

«Azorín», no es joven. Su literatura no da tampoco juventud. Pe­ro, si no es lícito vivir siempre en la sombra, es conveniente no pres­cindir de ella. La prosa de «Azorín» es como una sombra. Cada vez que nuestra vida lastimada de las aristas, de las pasiones o de las ideas necesita —como de una vaselina piadosa— de un poco de sensi­bilidad o de ternura ¿por qué no ir a «Azorín» a la prosa de «Azo­rín»? La prosa de «Azorín» hecha de reflejos es un crepúsculo de to­no malva que sienta muy bien al espíritu, después del medio día ar­diente de anhelos cruzados y radiantes.

Pero, insistimos, la sensibilidad «azoriniana» de las cosas, es peli­grosa como estado permanente del ánimo. Cuando encontramos la sombra a la vera del camino, bueno es descansar; pero con la condi­ción de reanudar luego la marcha. Bello es el crepúsculo. Pero ¡ah! si el crepúsculo fuera eterno... ¡Ah!, si los arreboles y los tonos malvas y suaves del ocaso no presagiaran epifanías de nuevas mañanas —luz otra vez perpendicular— rotundas y férvidas!