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PALMAS Y PITOS

Juan Pasquau Guerrero

en Polvo Iluminado [Gráficas Bellón] . Úbeda, 1948

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Que en una corrida de toros, como en cualquier espectáculo, haya palmas y pitos es cosa corriente, que a nadie puede extrañar. La división de opiniones es inevitable si se parte del principio de que son escasas las ocasiones en que cabe conocer claramente la verdad absoluta de ciertas cosas. Máxime, cuando la pasión pone pigmentaciones violentas a las ideas, cuando la pureza de un criterio desinteresado se ensucia por efecto de las sápidas carnales exigencias de las «fobias» o de las «filias», cuando no es posible pensar independientemente, sin prejuicios, existe un margen amplio para la exteriorización de las más diferentes, de las más contradictorias opiniones.

Lo extraño no es, pues, que unos ovacionen cuando otros abuchean a «Manolete». Lo curioso, lo que nos ha llamado la atención es que a «Manolete», se le hagan palmas en los tendidos de sombra mientras se le pita desde las localidades de sol. Esto es, precisamente, lo que leímos ha pocos días en la reseña de una corrida recientemente celebrada.

¿Por qué palmas a la sombra y pitos al sol? La cosa no deja de tener gracia; pero sobre todo, adolece de más sentido filosófico de lo que parece. Por el hilo de esta anécdota taurófila pudiera muy bien llegarse a un intrincado ovillo de problemas morales. No se trata de hacer una lección de psicología experimental sirviéndonos del ruedo en función de gran fiesta; ni de desviar, por un prurito pedantesco, hacia heteróclitas divagaciones descentradas, esta consideración sencilla y corrientísima de la división de opiniones. Sin embargo, lícito ha de ser sospechar que estos pitos al sol y aquellas palmas a la sombra tienen también su razón de ser, su motivo determinante; no son obra de la casualidad sino de la causalidad; obedecen no a un capricho del azar y sí a un imperativo de la circunstancia.

La circunstancia. He aquí el principio discriminante —de hecho aunque no de derecho— de la mayoría de nuestros actos. Porque todos, poco más o menos, sentimos en el mundo las mismas impresiones, somos objeto de idénticas solicitaciones del exterior, pero varía la circunstancia, difiere el «con, de, dh, por, si, sobre, tras» en sumisión de cuyos accidentes la realidad objetiva se acobarda y hasta se inhibe: se mimetiza adquiriendo en cada uno el calor de la propia subjetividad. Y todos tenemos preparado «a priori», con respecto a cualquier cuestión, una solución personal que rara vez transige con la derrota, que nunca se humilla a reconocer su engaño. De tal forma que lo que opinamos de cualquier cosa suele representar una valoración media entre la verdad auténtica y el íntimo apasionado deseo: es una resultante entre lo que es y lo que se quiere que sea.

Claro que no es posible creer que, en la corrida de toros aludida, todos los partidarios de «Manolete», estuviesen en la sombra, y sus contrarios, los antimanoletistas, estuviesen también todos en el sol, circunstancia que explicaría suficientemente la divergencia de criterios. Aquí hay que buscar otra motivación, otra circunstancia con atribuciones de causa eficiente. Y, así puestos, yo recurriría, naturalmente, a la psicofísica…

Es indudable que todo malestar o bienestar físicos repercuten en las ideas y sobre lodo en el humor. A los viejos gruñones se les excusa diciendo: «El pobre no puede con sus años». A muchos hombres insoportables, ineducados, groseros, antipáticos, se les absuelve con esta fórmula: «Está enfermo del hígado». Y... ¿no es cierto que casi todos los mentecatos encuentran en la neurastenia una causa elegante de su inepcia? Pues, si un catarro basta para hacernos descorteses, para detestar a «Manolete» ¿no será suficiente una insolación en una plaza de toros? A «Manolete» le aplaudían los de la sombra porque estaban ellos cómodos, bien, a gusto. Y el propio bienestar es la premisa primera de cualquier actitud conservadora. En cambio, los de sol estaban «asados», sudaban, se asfixiaban: por eso protestaban. El malestar físico quita energías a todo sentimiento de liberalidad; excita a la protesta, al silbido, al escándalo. Los revolucionarios son siempre los del sol.

Es lo cierto que, en la vida, las afecciones, por desinteresadas que parezcan, aparecen inficionadas de subsconciencia. Casi nunca ¡ay! afloran espontáneamente los entusiasmos: necesitan insertarse, de ordinario, en un pendúnculo egoísta. El optimismo es una luminosa corola de esperanzas que apenas existe sin un cáliz, soporte material de elementales comodidades satisfechas.

Algún día, cuando los reporteros taurinos maticen sus crónicas con un poco de psicología multitudinaria, no dejarán, siguiendo el ejemplo del informador de la corrida de «Manolete», de pulsar la opinión de los espectadores del sol en relación con la opinión de los espectadores de la sombra. Y reconocerán que unas palmas al sol valen tanto como las dos orejas y el rabo pedidos desde la sombra.