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ENFERMEDADES

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 10 de febrero 1972

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Otra prisa: la de curarnos. Y ¿quién no tiene interés por curarse de algo, de alguna enfermedad chica o grande? Antes, sin embargo, una receta —quizás la más importante— para curar era la paciencia. Los médicos, escriben en un papelito, para el boticario, lo de «aceite de ricino», lo de «calomelanos», lo de «ergotina» lo de... sanguijuelas inclusive (las sanguijuelas evolucionaban en curvilíneos giros barrocos, en los matraces de las boticas, encima del mostrador), y, luego, con una sonrisa tónica el facultativo decía al enfermo: Ahora, amiguito, un poco de paciencia.

Ya la enfermedad ha cambiado de régimen. Hay que ir de Madrid a Nueva York en unas horas. Pues, en unas horas, hay que curar igualmente una neumonía. Si para lo primero está el avión, para el tratamiento rápido de las infecciones están los antibióticos. De otra parte, las autoridades sanitarias emplean con frecuencia la palabra «erradicación». La erradicación de las enfermedades nos recuerda aquella expresión, un poco antigua, de «extirpación de las herejías». La enfermedad, ¿es una herejía biológica? En nuestro tiempo se condesciende con el error doctrinal y con el error moral; y a cualquiera —a usted, a mí— nos tacharían de fanáticos si, en unas horas, nos propusiésemos extirpar de nuestro pueblo o de nuestro ambiente ésta o la otra heterodoxia. La experencia quizás ha enseñado que hay que convivir hasta cierto punto con el error doctrinal y que, de alguna manera, en el error hay corpúsculos —o anticuerpos— que, aunque de por sí nocivos, están llamados a corregir, enmendar, sazonar, condimentar, mejorar —en recomendable osmosis— nuestras convicciones. A la convivencia con el error o con el signo patológico moral se le llama «diálogo».

Es curioso. A la poca prisa por curarse de una heterodoxia o de un desvío ético, se corresponde una urgencia por extirpar, por lanzar, por arrojar aprisa, sin contemplaciones, sin pérdida de tiempo, las enfermedades. El ataque a un simple catarro tiene, en ocasiones, todas las apariencias de una campaña bélica y la mesa de noche —frascos, pildoras, ungüentos— se convierte en campo de operaciones. El hombre de hoy no transige con el devaneo biológico de la enfermedad: no hay tiempo para ello. El hombre moderno ataca con violencia al menor síntoma. Es decir, saca el estandarte de su impaciencia y tras él ordena la procesión de los remedios: jarabes, recetas, cápsulas, regímenes y dietas. Y el médico se convierte entonces en el auténtico «paciente»: tiene que soportar la arremetida de mil preguntas, de dos mil aprensiones, de infinitas consultas. ¿Paciente? No. Lo repetimos. El «paciente» por antonomasia no es el enfermo ansioso de extirpar, de erradicar, de destruir a sangre y fuego sus 37 grados y tres décimas de fiebre, su dolorcito de costado, su cefalalgia, su cansancio o su insomnio. Y ahí está la batería de tranquilizantes, de estimulantes, de analgésicos, de somníferos, de... Pero, ¡Dios mío!, ¿y cuándo la enfermedad es grave o es seria? Entonces viene la «débacle del paciente, es decir, del impaciente...»

Pienso que sería conveniente volver a la recomendación y a la receta de la paciencia. Convencernos a todos los enfermos —graves o no— de la necesidad de dialogar con nuestra «heterodoxia biológica», chica o grande. Pienso que una pedagogía terapéutica encaminada a enseñar al enfermo una convivencia con sus molestias, sus dolores, sus fiebres o sus temores, terminaría por hacer bastante bien al enfermo. Al fin y al cabo, la raíz de la enfermedad es carne de nuestra carne e incluso alma de nuestra alma. Arrancarla sin más ni más, como una mala hierba, ¿no puede ser, quizás, peligroso? La enfermedad, al menos provisionalmente, forma parte de nuestra naturaleza. Tenemos la obligación de librarnos de ella. Sin embargo, posiblemente, la «violencia» extrema contra ella no es necesariamente eficaz. Tal vez curemos mejor una fiebre «dejándola hacer» durante una noche o durante un par de días. Puede que el dolorcito de costado se quite solo, dejándole cierta holgura para retirarse, en lugar de encajonar su retirada con el fuego de fusilería de los potingues. Toda la medicina psicosomántica, ¿no aboga más bien por el método de la «persuasión»? Los psiquiatras, ¿no son, en cierto modo, los pacifistas de la patología que optan por la discusión con los síndromes, obviando hasta donde es posible la guerra, descubriendo las raíces patológicas en lugar de romper las ramas y talar los troncos? Claro está que hay enfermedades —demasiado violentas— a las que hay que responder con la violencia del tratamiento. Enfermedades existen, reacias a la «convivencia»; ello es incuestionable. A las que hay que extirpar si no queremos que nos extirpen.

Pero, en general, estimo que se impone la necesidad de que el paciente vuelva a su paciencia. De que no corra, de que no tenga prisa por eliminar su mal. A lo mejor su mal le hace bien bajo algún aspecto. ¡Cuántos enfermos observan cómo el trastorno patológico ha generado en ellos una fortaleza! ¡Cuántas veces un período de reposo, allega material para la libre y airosa elevación de la propia torre espiritual! ¡Cuántas veces el carácter aflora, a través del provisional sufrimiento, sus notas específicas que permanecían inhibidas y sin vigencia en el tráfago de la vida ordinaria!

No hablemos de los aprensivos. Yo suelo ser aprensivo. El aprensivo convierte a su enfermedad en un «absoluto». Es un obseso que se mira constantemente en el espejo de sus dolencias. Entonces, sus dolencias, corresponden mirándose en el espejo del enfermo. Esto es grave, ¿verdad? Esto exige que el aprensivo abra portillos, ventanas, balcones, puertas. Que se convenza de que, en el cielo y en la tierra, hay algo más —hay infinitas cosas más— que su enfermedad y que su dolencia no es un absoluto. El mejor remedio contra la aprensión, es la generosidad, la falta de egoísmo: ocuparse, en fin, de los otros.