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MÁQUINAS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 21 de mayo 1975

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Tenemos máquinas. Es algo irreversible. Por amantes que seamos —o que digamos que somos— de la Naturaleza, habremos de vivir, en lo sucesivo, rodeados de automóviles, lavaplatos, frigoríficos, lavadoras, etc. Eso, por no nombrar sino a la maquinaria común. Es más: ni del campo goza ya casi nadie si no llega a él acompañado del coche y del tocadiscos por lo menos. Y, ¿quién disfruta ya sentado en un montículo y «viajando por un árbol», es decir, mirando durante veinte minutos seguidos el espectáculo de un granado o de un naranjo o de un...? Aproximadamente, es lo que estaría haciendo Newton cuando se le cayó la manzana en la cabeza y descubrió nada menos que la ley de la gravitación. No, ya nadie puede viajar por un árbol. Ahora no se viaja nada más que devorando los paisajes —uno tras otro— desde el coche veloz, o pastoreándoles desde el avión (aquel pinar se extravía en la lejanía, este pueblo se acerca junto al llano, se esconde entre nubes la montaña). Bueno, pues viajando nada más que a lo largo de un olivo, solamente puede iluminarnos un pensamiento, o puede endulzarnos —o amargarnos— un lirismo. Porque lo de Newton es irrepetible: los inventos y descubrimientos en solitario están todos hechos. En cambio, el turismo de largo kilometraje, depara infinitas variedades. O tal cosa, por lo menos, se dice; nuevas gentes, nuevos hechos, nuevas verdades, nuevas perspectivas para la verdad, geografías distintas y... más máquinas, otras máquinas.
Es tarde para abominar de la máquina. Quizás también es tonto. Aristóteles dijo que la inteligencia del hombre se anuncia en la mano. Es la mejor apología que se hizo del «homo faber». Más probable es que fuese el «homo sapiens» quien —alma previa y cerebralización previa— se sirviese de la mano. De todas formas con la mano empieza la mecanización que sigue con el hacha, la lanza, el martillo, la rueda, el arado..., y, a saltos más amplios cada vez, con el mosquetón, la imprenta, el émbolo la dinamo. Desde la electricidad acá, imaginen ustedes. Es cierto que todavía, al borde de los caminos, se ven estólidos mulos con su carga a cuestas o masticando su hierba. Pero no se trata de la prehistoria porque, mientras, surcan el azul del cielo los aviones supersónicos (claro que los mulos no alzan la cabeza para verlos pasar, aunque ya, eso sí, han aprendido a mirar el tren).
La máquina está ahí. ¿Se excede a veces en el servicio? Es posible, pero cuando así sucede es por culpa nuestra, no por culpa de ella. La mecanización no es un pecado. La falta o el delito, cuando se producen, están en el mecanizador. No se hizo el hombre para la máquina, sino la máquina para el hombre. Lo bueno es saber jerarquizar, distinguir, discriminar, separar, ordenar. Es el postulado indeclinable de una cultura que aspire a seguir siéndolo. Así, pues, hay sitio para todas las máquinas, pero es necesario relegar cada máquina a su sitio. Existen progresos técnicos sensacionales. Pero hay que creer y saber que nada hay ni habrá tan sensacional como el cerebro del hombre, instrumento insustituible para que cumpla su alto destino espiritual... Todo lo material, todo lo mundano (todo lo inventariable, que diría Gabriel Marcel) es inferior a la centella de misterio que late dentro de la vida de cada persona. La mecanización y la técnica nos ayudan a ser hombres, mejores hombres, más hombres en la medida que nosotros queramos. El peligro empieza siempre con los ídolos. En los pueblos primitivos y ahora. El sol, la luna, la piedra de la montaña, la madera del árbol, ayudaban al hombre prehistórico para su progreso. Pero cuando se «inventó» la adoración a los astros y se hicieron los fetiches de piedra, de mármol o de madera, la cultura empezó a echarse a perder. Y quizás no hubieran tenido que inventarse las lanzas y los cañones de guerra si no les hubiese precedido el invento de la idolatría. El proceso puede ser parecido con respecto a la máquina y a la técnica moderna. Toda máquina es buena en tanto en cuanto no hacemos de ella un ídolo, un fetiche, en tanto no la servimos sino que nos sirve. Y hay una gama de peligros inmensa. A veces, la máquina puede llevarnos por así decirlo, al pecado mortal. Y no hay que poner ejemplos. Pero hay también actuaciones del hombre condicionado por la máquina que entontece un poco la vida. Y ahí se insinúa ya también el fetichismo. ¿No conocen ustedes a ninguno de esos hombres que si no están hablando de fútbol es porque están hablando de coches? ¡Y cuántas personas lamentan más la avería del televisor que la gripe de Paquito y se impacientan más por la llegada a casa del técnico que por la tardanza en la consulta del médico!
La idolatría hacia la técnica surge desde el instante en que depositada en ella toda la confianza, nos inhibimos en el uso de los otros medios naturales —e incluso sobrenaturales— que siguen estando a nuestro alcance... Un día sin fluido eléctrico en el hogar puede llegar a proporciones de catástrofe si los nervios de los componentes de la familia no están templados. Ni calefacción, ni cocina, ni afeitado, ni luz, ni limpieza. Y un coche en el garaje, sobre todo si papá tiene ya su barriguita, es la «desgracia de la semana». Si tuviésemos reserva de los usos antiguos —de los medios de confort antiguos y de la paciencia antigua—; si no todo, todo, se lo confiásemos a la mayordomía de la ultramáquina, si supiéramos aún cómo es posible afeitarse con maquinilla y con jabón, y cómo con carbón también se guisa, y cómo con escoba se barre sin necesidad de enchufe, y cómo andando también se llega al Ayuntamiento, a la oficina o al taller (puede que hasta con más ánimo en ocasiones), nos ahorraríamos innumerables disgustos pequeños. Los disgustos pequeños entontecen —repito la palabra— la vida. Y la vida tonta es, probablemente, peor que la vida desgraciada. Las máquinas —todas— nos hacen la vida agradable. Pero mi consejo sería que, voluntariamente, nos acostumbráramos a prescindir de vez en cuando de ellas, que nos entrenáramos no utilizándolas en ocasiones. Porque puede llegar el día en que podamos disponer menos de su uso y entonces nos va a parecer que el mundo se termina.
Y no, el mundo no termina por cosas así. Sin renunciar a nada de lo que instrumenta favorablemente nuestros trabajos, nuestras distracciones, nuestras obligaciones y nuestras devociones, es preciso no darles a las máquinas más importancia de la que tienen. Mientras cada uno esté convencido de que sus piernas valen infinitamente más que un «Rolls», hay esperanza. ¡Conservar en activo toda la energética natural por grandes, aparatosos y sensacionales que sean los medios técnicos a nuestro servicio! No «jubilar» la Naturaleza ante el hecho asombro-
je la Civilización, ya que más asombroso son los ojos que las s fas y más las manos que el interruptor eléctrico. Y más el ^gua q"e el «whisky». Y más las cuerdas vocales que el tocadiscos, cadiscos.
No olvidar tampoco —cuidado— la energética sobrenatu-ral porque hay quienes, desde que se descubrió la penicilina, no miran al cielo cuando el enfermo «parece que está para morir-
se».