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TRABAJOS DE LOS NIÑOS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 23 de junio de 1948

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Ya se sabe. A la vista de una exposición –de cualquier exposición- las frasecitas estereotipadas, de circunstancias, no pueden faltar. ¡Qué interesante! ¡Qué curioso! ¡Qué original! El visitante de la exposición mira y remira lo expuesto, hace dos o tres preguntas intranscendentes, señala con el dedo tal o cual cosilla para fijar la atención del acompañante, sonríe, vuelve a preguntar, vuelve a mirar ... y se marcha.

En una exposición escolar es distinto. No se trata aquí, naturalmente, del valor absoluto de las cosas expuestas. Se trata de que todo esto está hecho por los niños. De que está hecho por los niños y de que está hecho en la escuela. Quizá por eso nada en la exposición carece de valor. Desde la más primorosa labor confeccionada por la niña o el interesante esqueleto de cartón confeccionado por el niño –con la ayuda, claro está, de la maestra o el maestro- hasta el dibujo un poquitín parchajoso del párvulo –emborronado, no faltaba más, sin la ayuda de nadie- todo tiene su encanto y su aliciente en la exposición escolar, fiel reflejo de la actividad de los chiquillos.

Detrás pues, del “¡qué bonito!, ¡qué curioso!”, cabe, en este caso, un pensamiento. Cabe una reflexión. Y ante la exposición de trabajos manuales que los niños han inaugurado en el Grupo Escolar de la Explanada -a la que han concurrido y rivalizado en noble estímulo, todas las escuelas nacionales de Ubeda y de algunos pueblos de su Partido Judicial,- mi reflexión es ésta: La escuela primaria se ha llenado de luz.

¿Se nos ha olvidado ya lo que eran las escuelas primarias –el común de las escuelas primarias- hace veinte años, cuando nosotros asistíamos a ellas? Había “las cuentas”, las largas cuentas fatídicas, plúmbeas, insoportables, de dividir; había las “fábulas” del día, leídas con modulaciones lastimeras ; había la lección de la redicha urbanidad, sin gracia y sin temperatura; había la monotonía del “dictado” y de “la tabla”, taponando con su cementosa rigidez todos los resquicios por los que pudiera escaparse cualquier recurso libre de inventiva, cualquier indicio de espontaneidad. Pero ¿y el niño? ¿Es que la escuela no es para el niño? En donde entonces la alegría y la luz de aquellas escuelas a las que nos llevaban arrastrando, poco menos, y diciendo entre lágrimas “¡Que vayan pronto por mí!

Yo quiero creer que la escuela ha empezado a ser diferente. Estos trabajitos escolares de la exposición son una prueba más de que el niño ha dejado de ser, en la enseñanza, un sujeto enteramente pasivo, cabeza de turco para los “palos” y dicterios del maestro. En la escuela ha entrado la luz y el chiquillo empieza a perder el atávico horror hacia ella. En la escuela se siguen haciendo, naturalmente, cuentas de dividir; pero después se canta. En la escuela de ahora continúan los dictados, pero con un dibujito al lado en el cuaderno. En la escuela se sigue aprendiendo la geometría, pero con tijeras, pegamento y papel charol. Recuerdo el prestigio (¿) desorbitado que para mí tenían los poliedros cuando iba a la escuela primaria. La palabra “poliedro” me imponía y su ciencia me parecía inaccesible, casi mágica. Los grandullones de la clase que medio se sabían los poliedros, constituían para mí una casta privilegiada y en mi concepto habían alcanzado la cima de la sabiduría. Ahí es nada, “saberse los poliedros”! Pues ahora esa palabra ha perdido su prosopopeya, su hinchazón. Cualquier nene de la clase primaria se ha familiarizado con el cubo, el dodecaedro, el prisma o la pirámide. No a fuerza de “aprenderlos”, sino a fuerza de “hacerlos”. De hacerlos con un poco de cartulina y otro poco de pegamento. ¡Qué fácil! ¿verdad?.

Pero vayamos por partes, sin llegar demasiado lejos. A la atrofia de la escuela pasiva no debe seguir la hipertrofia de la escuela activa. al abuso memorístico no debe oponerse el abuso de la intuición en la enseñanza.

Yo confío en que otro día, Dios mediante, tendré ganas de proseguir este artículo, que se me ha quedado a medias.