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EL TRATADO DE CAZORLA»

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 17 de agosto de 1963

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Fui sin equipaje a Cazorla. Quiero decir que no llevaba teoría ninguna en la maleta. Cazorla, por supuesto, es materia para llenar muchos libros. Y, desde luego, poetas, historiadores, naturalistas, eruditos, han dicho o escrito muchas cosas sobre ella. Pude yo haber ido a Cazorla bien provisto de datos, de conocimientos, de nombres, de fechas. Pero no lo hice. Temí que los juicios ya emitidos se me avinagraran en la valija, se me convirtiesen en prejuicios. Los prejuicios intoxican, impiden el claro discernimiento. Dejé, pues, para más adelante las lecturas acerca de Cazorla. Siempre me ha parecido ésta una buena norma: primero se ve, y luego se hace uno cargo de la crítica que lo que está a la vista suscita en los demás. Regla valedera para personas, ciudades, paisajes. Pero se suele hacer al revés. Teófilo Gautier —me parece que fue Teófilo Gautier— cuando disponía su viaje a España decía: «Y, ¿cómo voy a escribir de España después de haberla conocido?». Una frase muy... «snob». Ciertamente, ahora estamos «enterados» de todo y apenas conocemos nada. Deformación de la difusión. Empero, sería mucho mejor leer la literatura de la Giralda, y ver sus fotografías y litografías, al regreso de Sevilla. Al regreso de Cazorla, después de haberla tratado y mirado con mis ojos, me puse a recoger opiniones de este pueblo, cuado ya yo tenía la mía.

¿Vale mi impresión? Pues vamos a hacer lo posible por expresarla.

Cazorla no es inenarrable, ni indefinible, gracias a Dios. De lo primero que se da uno cuenta es de que cabe dentro de nuestras medidas. No nos anonada Cazorla como una pagoda o como un Himalaya. No es su paisaje inabarcable. Nítidamente se ve, claramente se oye. Y todo lo de la ciudad, se gusta, se huele, se toca —o parece que se toca— con agradable facilidad. Nos fatiga lo inasequible. Nos fastidia lo oriental imponderable. Nos cansa la gran ciudad sin límites conocidos. Tampoco lo oculto puede seducirnos. Huyamos de esos pueblos o de esas personas de las que se cuenta: «Tiene una belleza oculta». A lo mejor perdemos el tiempo esperando que se descubra. En Cazorla, pasa que la belleza salta a la vista en un elástico despliegue luminoso que acaricia los sentidos. Y que no sugiere lejanías porque toda ella se concentra y acerca en cuencas de generosa gratuidad. No hay que adivinar, ni que esperar. Lo bueno es dos veces bueno si no se hace aguardar ni de rogar. Llegáis a Cazorla y no hay tiempo para la impaciencia. El espectáculo, desde un principio, muestra su esplendor. Pero vamos al espectáculo.

Primer acto. Hay un protagonista —el castillo— que se rodea del apiñado caserío como de una mesnada. Se ve que viene dirigido, que es un capitán de siglos. Como antagonista, se alza la Geología en soberbio gesto. El pueblo se adelanta al castillo y se agarra, se ciñe, a las estribaciones montañosas. Parece como si esperase una orden para escalar las cimas. «Suspense». ¿Va a producirse la tragedia? ¿Va la Geología, brava y sin alma, a aplastar a Cazorla? Hay un primer instante en el que el espectador se siente dominado por el temor de que la Geografía acabe con la Historia... Ingenua suposición. En seguida el diálogo entre protagonista y antagonista adopta un tono de armonía y se instaura el equilibrio. En este rincón del planeta, la Naturaleza encrespa, profiere, de pronto, su palabra de paz; se humaniza. Su ímpetu cósmico se amansa. La fortaleza —enfrente— apaciente campos ubérrimos donde las lomas se cuajan de olivos. Es el pacto de Cazorla, el «tratado de Cazorla». Es compatible la belleza arrogante y patética, con la sencilla y útil belleza. Pueden coexistir (y colaborar) lo agreste y lo fértil, lo imponente y lo amable. Y, además, la Historia y la Naturaleza no se repelen: más bien son coordenadas complementarias que sitúan y definen. El contraste, ¿por qué ha de ser premisa de la discordia?, ¿por qué no ha de ser postulado de la Armonía? Así nace la Cultura, hija legítima, en pura dialéctica de tesis y antítesis serenadas en síntesis.

Segundo acto. Salimos hacia la Sierra. La carretera es una interminable sierpe que asciende desde Cazorla al Puerto de las Palomas, pasando por La Iruela. La Iruela ofrece el ejemplar más dramático de castillo que yo he conocido. ¿Quién encaramó la piedra tallada a la cumbre de la roca? Ahora, desolado y ruinoso, semeja el castillo el esqueleto de una gesta. Fósil de una idea, quién sabe de un ideal. ¡Qué ideales, Dios mío! Nos admiran y nos dan miedo... Pero la carretera dice adiós y se interna en la sierra.

Es otro mundo y hay que sentirse pequeño. Ya en el seno de la sierra no nos sirve el vestido. El cuerpo desea el baño, pero, más aún, lo desea el alma. El alma quisiera desasirse de la indumentaria accesoria. ¿Qué indumentaria? Al espíritu lo asfixian mil convencionalismos; quiere desnudarse en la sierra, ansía ser quien es. Por lo pronto, cualquier refinamiento intelectual sobra, como sobra la corbata. Sería cursi, piensa uno beber el agua del manantial en la cristalería de Murano. ¡Ah! Pues igual de ridículo resulta allí cualquier elucubración libresca. Hay que regresar, momentáneamente, a lo rústico en todo; hasta en la filosofía. ¡Qué bien sienta un baño de ideas elementales siempre que el espíritu se empeña en rizar el rizo! La Naturaleza es buen freno de esta civilización mecanizada que planea su vuelo sobre abstracciones y quintaesencias. Árboles, agua, piedra, cigarras, águilas; fauna libre que huye del motor; flora que no conoce la tijera; música vegetal que pulsa el viento. Arriba, las nubes amigando con las cumbres, como conscientes de que la sierra es su nido, su hogar, su cobijo. El hombre, ¡qué extranjero! Todo le habla en lengua extraña, y sin embargo...

La sierra es una provisión de Naturaleza. El hombre sabe más de sí mismo en medio de ella: advierte su indigencia y, entonces, experimenta súbitamente un hambre nueva. Su antigua inapetencia religiosa se cura porque Dios mueve la música de los pinos y libera la canción del agua. Pocos pueblos tienen, como Cazorla, la sierre a su misma espalda. ¡Ay, esas grandes ciudades a las que se murió para siempre, en el asfalto interminable, la madre Naturaleza! ¿De dónde, sino de esta orfandad les viene la angustia? Pero Cazorla se nutre vitalmente de su «reserva», de su «despensa» geográfica, y está asegurada contra cualquier desesperanza. Su corazón no será nunca un corazón embalsamado.

Tercer acto. Las gentes. La ecuación ciudad-sierra da la clave del carácter de las gentes de Cazorla. Es el precioso «desenlace» del espectáculo que admiramos. En Cazorla, el precipitado de humanidad es asombrosamente amable; acusa un prodigio de euritmia. De un lado, vigor entrañable, telúrico: fortaleza, seguridad mental, «ideas propias», vernácula reciedumbre. De otro, limpia espiritualidad perfumada de cultura, de modernidad. Idiosincrasia que representa la resultante entre Naturaleza y Humanidad, paralelamente trabajados por el ambiente y por los siglos, por el sentido de adopción y por el instinto de tradición. En Cazorla no es posible pudrirse entre ideas y recuerdos: está la Naturaleza vigorizante al lado para renovarlo todo. Pero en Cazorla es imposible no sentir cada día la lanzada gloriosa del espíritu. La seguridad vital del pueblo es precisamente el plinto sobre el que su alada inquietud se alza.

Fui sin equipaje a Cazorla. Volví con el alma amueblada; más jóvenes las sensaciones, clarificados unos conceptos que la cotidianidad empezaba a ponerme turbios.