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LA TRAVESURA DEL NIÑO JESÚS

Juan Pasquau Guerrero

en Revista Vbeda. Año 7, núm. 84, diciembre de 1956

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―Y el Niño Jesús, también era travieso, ¿papá?

―Mucho. Figúrate que un día se escapó del Cielo, para venir a la Tierra. Fue su gran travesura.

Abrió el chiquillo unos ojos como platos, brilló en sus pupilas una expectación asombrada y jubilosa y, el papá, explicó:

―No te extrañes. Las travesuras del Niño Jesús eran para mayor gloria de su Padre. Esto tú casi no lo comprendes... Verás.

Encendió el papá su cigarrillo, exhaló lentamente la primera voluta de humo, remedio maravilloso que solía acallar las llantinas del peque. No sabía como empezar. La verdad es que se había metido en un lío con complicaciones teológicas, pero ya no tuvo más remedio que seguir porque cuando niño se dispone a «atender» es ineludible...

―Pues sí; como ya sabes, después que El Señor creó el Mundo quiso crear al hombre para hacerle participante de su Gloria, pero como Adán pecó, desbarató de un manotazo todos los planes del Eterno Padre. Entonces Dios se enfadó porque los hombres fueron poniendo ceros a la derecha del primer pecado y la cantidad de maldad llegó en el mundo a alcanzar una cantidad asombrosa. Nada más natural que El Señor decidiese castigar a la Humanidad con el Diluvio para ver si se enmendaba.

―Pero ni por esas, ¿verdad papá?

―Ni por esas, hijo... ¡No interrumpas! Pues bien, en vista de que los castigos no enmendaban a la Humanidad se reunió la Asamblea de la Santísima Trinidad, con todos los ángeles y santos como oyentes, para fijar un nuevo plan y ver de quitar el entrecejo al Padre Eterno. Fue entonces cuando la Segunda Persona, el Hijo, tomó la palabra y dijo: «Con tu venia, Señor, yo propongo una cosa; yo me comprometo a hacer un viaje a la Tierra para convencer a los hombres de que sean buenos, redimiéndoles así de ese empeño que tienen en ir al Infierno...»

―Y, ¿qué dijo entonces el Padre Eterno, papá?

―El Padre Eterno desarrugó el entrecejo pero quedó como sorprendido y se mesó durante un largo rato las luengas barbas. Pero no quieras saber, hijo mío, la batahola que se armó en el Cielo mientras el Dios Padre meditaba... Como El Señor permitió que todos los patriarcas y profetas recluidos en el Limbo asistiesen a las deliberaciones de la Santísima Trinidad, y hasta toleró también que Lucifer asomase sus cuernos horribles desde el bardal que cercaba al Infierno, aquello por unos momentos se convirtió en un maremagnum terrible. Los patriarcas, que todos eran muy viejos, dijeron que eso era una cosa que sólo se le podía ocurrir a la Juventud del Hijo; que era una ilusión romántica. Los ángeles se miraron pasmados los unos a los otros y Lucifer..., el hipócrita y canalla de Lucifer, exclamó a grandes voces que lo que se proponía el Dios-Hijo era una indignidad. Porque has de saber, hijo mío ―proseguía papá―, que el Demonio, como todos los espíritus malignos del cielo y de la tierra, adopta cuando le conviene aptitudes de puritanismo y se muestra más papista que el papa. Como es natural, Dios Padre, agitó su campanilla para callar al Diablo, pero éste, echando espumarajos por la boca, seguía diciendo: «Por tu honra, Dios de los cielos, no permitas que tu Hijo cometa esa bajeza de humillarse a ser hombre, después que tanto le han ofendido los hombres.» Y añadía blasfemando: «¿Es que ignora su alcurnia divina? ¿Es que no sabe que si hace ese viaje a la Tierra los hombres le van a crucificar y la Majestad divina va a ser el escarnio de esos hombres perversos y necios que sólo merecen venir aquí al Infierno conmigo? Por el nombre de tu Nombre, yo te pido, Padre Eterno, que prohíbas a la Segunda Persona este terrible disparate.»

―Y, ¿qué dijo entonces la Segunda Persona, papá?

―¿Crees que podía rebajarse a contestar al diablo? Eso no; lo que pasó es que el Eterno mandó a una pareja de ángeles para que restituyesen a Lucifer a lo más profundo del infierno, y acallando las murmuraciones de los viejos patriarcas barbudos, miró a su Hijo amado y le conminó a que se explicara. Entonces la Segunda Persona volvió a tomar la palabra y dio estas razones: «No sólo estoy dispuesto a bajar a la Tierra ―y el expediente para esto me lo puede facilitar la Inmaculada Concepción de mi Madre y la Encarnación gloriosa de mi Persona en sus virginales entrañas―, sino que estoy dispuesto a dar mi Vida terrena por los pecados de los hombres. Si yo soy su Fiador, si cargo con sus culpas, ¿los perdonarás, Padre?»

―¡Qué emocionante! Sigue, sigue... ―palmoteaba el nene.

―El Padre desarrugó por fin el entrecejo y los patriarcas palidecieron. Creían no haber oído bien. Con gran pasmo hasta de los ángeles, el Señor miró con mirada iluminada, radiante, a su Hijo y exclamó: «Sea como lo deseas» y añadió dirigiéndose a los patriarcas y Santos Padres: «¿Por qué me miráis con esa cara de bobos?» El Espíritu Santo, mientras, agitaba sus alas, jubiloso...

―¿Qué más, qué más, papá?

―Entonces el Padre encargó a los ángeles que preparasen el viaje de su Hijo a la Tierra para que nada le faltase. Y que aderezasen un Palacio, el mejor del Mundo, para que sirviese de morada al Nacimiento del Hombre-Dios ya que, por un poco tiempo, la Segunda Persona se iba a convertir en el Niño Jesús. «Que las mejores telas aderecen su cuna; que los mejores criados se contraten para servirle; que los más estupendos juguetes se compren para distraerle; que se anuncie el prodigio de su Navidad a todos los reyes, filósofos, y poetas para que se apresten a recibirle como se merece.» Pero entonces, estuvo a punto de darle un ataque de nervios a los viejos patriarcas barbudos, y el mismo Padre Eterno tragó saliva asombrado un instante, cuando el Niño Jesús, digo la Segunda Persona, exclamó: «No hace falta, Padre mío, todos esos preparativos sobran, todos esos preparativos estorban. Bien sabes que lo único necesario es que Gabrielillo, ese ángel tan simpático baje y le diga a la que va a ser mi Madre: “Ave María”. Los demás requisitos, ¿para qué? Yo naceré en un pesebre y lloraré desnudito unos instantes; no me importa. Yo pasaré frío; tampoco me importa. No tendré criados, ¿de qué van a servirme? Junto al pesebre estará mi Madre, estará el buenísimo de San José y en seguida estaré calentito porque, por casualidad, habrá allí una mula y un buey que me acariciarán con su vaho. ¿Y para qué te vas a meter, Señor, en avisar a los reyes y a los sabios? Aparte de que me muchos sabios son tontos y de que muchos reyes no merecen serlo, ¿qué van a hacer ante mi Cuna sino decir, fastidiosos y pedantes, que hay que ver lo mal que se conservan los caminos de Palestina...? ¡Bah! No merece la pena, nada. Ni los juguetes siquiera; yo me distraeré como los niños pobres con cualquier cosa...»

―¡Qué valiente es el Niño Jesús, papaito! Como yo lo había visto siempre con esa carita tan rara que le pintan en algunas imágenes. Sigue, sigue...

―Lo demás ya lo sabes, hijo mío. El Niño Jesús habitó entre los hombres, y aunque cuando fue mayor lo crucificaron, Él sigue aún con nosotros.

* * *

Cuando el chiquillo, contaba la historia, empezó a devorar los manjares de la Cena de Navidad, se detuvo un momento, se puso serio y preguntó a su padre:

―Papá, al Niño Jesús le quiere todo el mundo, ¿verdad qué...?

Pero la mamá le interrumpió imperativamente:

―¡Come y calla!