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La "batalla del día", la que el Diablo Cojuelo presiente cuando a prima mañana "comienza el puchero humano de la Corte a hervir hombres y mujeres", tiene tantos combatientes como vivientes. Al fin y al cabo resulta estimulante que él mundo sea una lucha y que cada jornada traiga su aventura y su lance. Ningún pacifismo exime a la existencia de su carácter militante. Batallar es un verbo vital; como decía aquél: "No batalla sólo la Infantería; batallan hasta los infantes..." Un niño que se dirige a la escuela a las nueve, con su cartera de libros, ¿no aspira ya a ser soldado de algo? Pero cada hombre quiere hacer su guerra en paz, quiere llevar a término su particular lucha sin demasiados peligros y con garantías. Como el artillero del cuentecillo, que, afortunado en la lotería, decidió comprarse un cañoncito para hacer la guerra por su cuenta, cada cual quiere hoy individualizar su afán de conquista. O encajarlo sin violencia en el tablero social, civilizarlo. Es la suprema ambición, quizá, de nuestro tiempo.
Es posible que la índole beligerante del comportamiento humano haya ido perfeccionándose con el tiempo, depurando cada vez más el sentido de la lucha. Bajo este supuesto, la guerra —la guerra cruenta que acarrea devastaciones, masacras y muertes— va perfilándose definitivamente como un concepto antiguo. Porque el conflicto sangriento es la versión más rudimentaria y obtusa del talante combativo. Así se podría decir que la intención de cualquier arma es paleolítica, aunque su fabricación corresponda a la era atómica. Y que la violencia es el residuo de Prehistoria que queda en la Historia. De ahí que tarea urgente actual es buscar un sucedáneo de la guerra. Pero, ¿existe? (Max Scheler, apostillado luego por nuestro Ortega y Gasset, veía en la guerra —a pesar de los innumerables desastres anejos— la auténtica revelación del hombre; en este aspecto, la consideraba poco menos que insustituible.)
Lo apabullante de nuestra coyuntura histórica estriba en que jamás como en esta época humanista y pacifista (?) se abrieron a la guerra posibilidades de tanto éxito, es decir, de tanto espanto. Es un indicio más de que, en la carrera del progreso, el jinete no es dueño del caballo. La antigüedad era más cruel, pero menos poderosa. En la Prehistoria —si nos vamos a lo más lejano— el ímpetu guerrero debió de estar a la orden del día, pero las posibilidades de la guerra eran muy limitadas. El fracaso bélico de las hachas de piedra, ¿no desilusionaría al hombre primitivo? Puede que, en resumidas cuentas, las primeras civilizaciones llegasen como consecuencia de un deseo de paz del "homo sapiens". Pero aquí viene la paradoja, a medida que el hombre avanza culturalmente y, por tanto, se va haciendo menos sanguinario, sus armas para la guerra iban perfeccionándose. Un proceso de fuerzas paralelas e inversas. (¿Sarcasmo?) Ahora, el hombre está preparado como nunca para la guerra, pero parece que, como nunca, la guerra le resulta horrible. (¿Providencial?) ¿Qué hubiera sucedido si en el Paleolítico hubiesen dispuesto de la bomba atómica? La Historia no hubiera comenzado. Pero puesto que comenzó... y desplegó luego su velocidad, he ahí la ciencia con su secuela técnica: he aquí la bomba. Ante esto no cabe sino razonar así: Las decenas de siglos que han sido necesarios para llegar a los resultados científicos de la Física nuclear crean una responsabilidad; la Historia no puede terminar si la Historia ha llegado a estos logros portentosos. ¿Tan hábiles alpinistas somos que hemos llegado sin titubeo hasta la cumbre? Luego es absurdo saltar al vacío desde la cumbre. A nadie debe estar tan vedado el suicidio como al sabio. ¿Tan inteligentes somos que hemos descubierto el crimen perfecto, la guerra perfecta? Luego estamos obligados a renunciar al crimen y a la guerra. No hubiera valido la pena salir del hachense o del magdaleniense si terminásemos por regresar de golpe al punto de partida.
Hoy cualquier hombre, cuando se levanta del descanso y emprende la "batalla del día", cuando traba su particular lucha —su profesión, sus estudios, su negocio, su misión—, teme que la guerra puede ahogar su combate, que los conflictos armados pueden anular las armas de su cotidiano vivir. La civilización le ha deparado maravillosas posibilidades, y cree que su "guerra" es compatible con la del vecino; que la convivencia, incluso la fraternidad, son condicionamientos para su diario batallar. ¿No es eso la cultura?
Sí, teóricamente al menos, eso es la cultura: pugna de ideales y de intereses con arreglo a unas reglas de juego. Pero, ¿cómo pasará la cosa de una bella teorización, de una planificación utópica, si no se apela a una instancia espiritual? En realidad no existe razón de peso para preconizar la abolición de toda violencia si el hombre no se hominiza antes definitivamente, es decir, si no se espiritualiza; si no se reviste —diría uno— de sobrenaturaleza. Ya que la Naturaleza —ahí están las luchas de las especies zoológicas— no ofrece indicio alguno de pacifismo: el exterminio, forma también parte de los programas biológicos.
Por eso sospecho que la "batalla del día", la que se incoa "cuando comienza el puchero de la Corte a hervir hombres y mujeres", puede devenir cualquier jornada en infrahumana batalla —el "Paleolítico Nuclear"— si en el designio de nuestras empresas, de nuestras "torres", se borra el ímpetu vertical de las flechas y de las ojivas. ¿De verdad resulta anacrónica la catedral de Ávila—por ejemplo—en el siglo XX? Alguien puede ver en ella, todavía, un símbolo de guerra: un castillo acogido a sagrado. Yo miro en sus muros un signo de lucha del "castillo interior" con la esperanza alerta.
Porque es cierto que la conciencia de la necesidad de la paz se abre camino, al fin, entre los hombres. Pero, ¿quién está seguro de que a nadie puede ocurrírsele ya "incendiar a Roma para abaratar el precio del carbón"? Al borde del abismo la Humanidad se detiene; sin embargo, no hay garantía que preserve del resbalón si no viene un auxilio de donde las flechas y las ojivas apuntan.
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