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JOSÉ DE ARIMATEA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 10 de abril de 1960

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En la hora luctuosa, después que los abismos, conmovidos en angustias telúricas, han respondido con su fragor oscuro y ciego al tremente, luminoso clamor del rayo, cuando todo se ha consumado ya, aparece José de Arimatea. José de Arimatea, en la Pasión del Señor, una personalidad interesante, sobre la que no se ha proyectado mucha claridad.

José de Arimatea era de la clase privilegiada. Hoy diríamos que de «excelente posición social». Nos lo figuramos intelectual, inquieto, sembrado de dudas y de preguntas, la falsa seguridad farisaica. Pero José, hombre de mucha ánima, analista, profundo y bondadoso, carecía, seguramente, de ánimo. Creo que es Jung, quien hace una distinción atinadísima entre el ánima como energía intelectiva y el ánimo: energía volitiva. José de Arimatea era un hombre de pensamiento más que un hombre de acción. Por eso, era discípulo de Cristo; pero no discípulo activo. Comprendía a Jesús y amaba a Jesús. Pero le seguía de lejos. No era, como los apóstoles, un comprometido en la situación. Muchos, quizás no sabían, todavía, la filiación cristiana, más o menos manifiesta, de este fariseo al que ahora llamamos «Santo varón»...

Sin embargo, sería injusto motejar a José de Arimatea de cobarde. Precisamente su presencia en el Calvario, en la hora cumbre, lo desmentiría. Faltaban en el Calvario todos los apóstoles: todos menos Juan —otro intelectual o, al menos, el mas intelectual de los apóstoles—. En la hora del pánico y de la zozobra, la serenidad de José de Arimatea se impone. Y su «pésame» en el Gólgota, no es un cumplido: es una generosidad activa. Cede su sepulcro a Cristo. Trae ungüentos y bálsamos para el cuerpo de Cristo. Lo desciende de la Cruz. Lo entierra, asistido de Nicodemus...

Muchas veces se ha repetido, en la historia, la ejemplaridad de estos hombres, aparentemente fríos, que, no obstante, aciertan en esa virtud decisiva que se llama constancia. Hombres de la verdad que manifiestan su ímpetu —o que guardan su ímpetu— para la hora de la verdad. Hombres con más fortaleza que fuerza, que no manifiestan su entusiasmo en la hora fácil, pero con los que hay que contar, sin embargo, en los momentos difíciles. «No todo el que dice "Señor, Señor", entrará en el Reino de los Cielos». José de Arimatea es una de las figuras bíblicas a las que no podemos imaginarnos gritando: Señor, señor!...

Pero José de Arimatea, además, tiene el valor de la excepción. El era una excepción en su clase. El estaba sólo entre los suyos. El Señor por divino designio, quiso que sus seguidores fuesen en su mayoría hombres oscuros, ignorantes, pobres, ingenuos. No buscó Cristo «cimiento de buena calidad» para la edificación de su Iglesia porque el cimiento era El. Y no demandó oro sino piedra: «Tú eres piedra y sobre esta piedra»... José de Arimatea repetimos, era la excepción. José era el Buen Rico. Porque siempre, hay un Buen Rico, como hay Buen Ladrón...

Y debió ser una angustia única la de José de Arimatea. Angustia de, agonía, de lucha consigo mismo y contra su ambiente. Combate interior entre sus resabios farisaicos, entre sus conservadurismos arraigados y su fe nueva. Dramática coyuntura que él, con fortaleza y serenidad ejemplar, supo llevar a buen puerto. A otros fariseos se les planteó, seguramente, el mismo, problema. Lo eludieron, lo apartaron, lo esquivaron, eran apasionados, fanáticos, soberbios. José no podía: José tenía ánima. Necesariamente, la Verdad no podía ser tapada en su espíritu con chafarrinones de explosiva intransigencia. Era un intelectual sincero y, por ende, humilde. Se veía precisado a aceptar, incapacitado para rechazar. Tenía «ánima» y el ánimo le sería dado por añadidura.

Cristo muerto se lo concedió en el Gólgota, a la hora del Entierro.