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LA HERENCIA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 18 de abril de 1969

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En alguno de sus libros alude Unamuno a los «tópicos de segundo grado». Tópico de segundo grado no es otra cosa que el contratópico cuando también se generaliza o se extiende. El primer poeta que para enamorar a una bella la llamó sencillamente «rosa», tuvo un acierto estupendo; casi como el de quien inventó la rueda. Pero... rodó la bonita imagen mucho y degeneró en tópico. Ahora nadie se atreve a comparar a Inés —por muy Inés que sea— con una rosa. Sin embargo, lo feo de verdad surge con el contratrópico. Recordemos, en el caso de Inés, cómo la réplica —la «protesta»— consistió en parangonarla con el jamón —«está jamón»—; el nuevo encomio metafórico de sus encantos, que pudo parecer original en un principio, resultó sintomático, luego de divulgado hasta el exceso. Sintomático de pobreza imaginativa al menos. (El piropo ya no es el «madrigal de urgencia» que postulaba uno de nuestros clásicos contemporáneos: a lo mejor se queda, ya para siempre, en aleluya de figón.)


Pero dejemos a Inés. Seguramente, hoy, los vehículos mentales empleados por la mayoría para la expresión de juicios e ideas se reducen a contratópicos. Bien que si el tópico era como un tranvía de los antiguos —tracción animal—, el contratópico es un trolebús: más velocidad y más caballos, pero sin caballos. En cualquier caso el contratópico brinda una prodigiosa disponibilidad de «lugares comunes», ofrece los asientos compartidos para el uso y para el abuso. Como siempre... Y ejemplos sobran. A la predicación de que había que ser formalito sustituyó en el éxito la de que hay que ser sincero, no más (y en el saco de la sinceridad cabe todo, hasta la grosería). Así es que el fervor al Rey, porque el Rey es rey, es reemplazado por la devoción a Roque, porque Roque es Roque. ¿Cómo puede ser de otra manera si mis «respetados y queridos padres» no son ya sino «mis pobres progenitores»? Nadie se extrañe, pues, de que don Jacinto no pase de Jacintillo: es el contratópico, es la guerra. No puede estar al día quien ignore que la palabrería de la subversión tiene hoy tantos adeptos como la palabrería de la obediencia en tiempos del «pundonoroso niño Juanito».

La explicación en el fondo está en la falta de libertad. Nos montamos en la idea prefabricada y en la frase hecha con más frecuencia de lo que debiéramos porque nos falta libertad. Pero a la de dentro, a la que tiene sus raíces en el fondo de cada hombre nos referimos: y no precisamente a la suministrada, como un servicio más, por el Estado. Yo creo que las libertades públicas que pueden y deben distribuir los Gobiernos, representan algo así como la «subvención» a la íntima libertad de usted o mía. Pero no se puede ser «becario», no se puede aspirar a la «ayuda» en este aspecto, si antes no se prueba que existe una auténtica disposición individual, es decir, si no se aporta como garantía un numerario de buen sentido personal. La base capitalizable de la libertad se establece en la constitución de cada uno. Y luego la Constitución del Estado aleatoriamente la refleja. No sé si me explico. De todas formas, parece indudable que cuando, como con frecuencia sucede, el tópico o el contratópico enrolan a la gente sin ninguna dificultad, algo funciona mal en el dispositivo del discernimiento privado. Si albedrío, no puede haber libre albedrío. Y sin libre albedrío sobran, cuando no estorban, las libertades de suministro. El agua puede inundarnos la casa si no sabemos usar del grifo o lo descomponemos. Pero además, tópicos y contratópicos obstruyen la cañería. ¿Limpiamos la cañería, fontaneros?

* * *

Y todo porque al pasar hoy por una calle poco despierta de la vieja ciudad, me he topado con una hornacina de la Virgen. Por un momento he pensado que esa hornacina, cubierta por un tejado húmedo de lluvia, representa nada menos que toda la cultura de Occidente. ¡Tópico! ¿No la representa, asimismo, la torre de la iglesia, y el blasón del palacio de la esquina, y la Casa-Ayuntamiento? ¿Tópicos? Pero de lo que sí estoy seguro es de que son innumerables las gentes más o menos «desacralizadas» que, con énfasis no exento de malhumor, se esfuerzan por gritar —por mantener sin demostrar— que ni la hornacina, ni la torre, ni el blasón, ni el palacio, ni la Casa-Ayuntamiento sirven ya para maldita la cosa. Es el contratópico de moda, del que es necesario irse apeando aún con el tranvía en marcha. Porque, ¿de verdad hay que matricularse en otra cultura? ¿Vamos a cambiar de cultura como quien cambia de corbata? No es un derechista, no es un integrista quien responde. Es Albert Camus quien escribe: «No es cierto que sea posible, siquiera sea transitoriamente, suspender la cultura para preparar otra nueva. No puede suprimirse el incesante testimonio del hombre sobre su miseria y su grandeza: no puede suspenderse una respiración. No hay cultura sin herencia y nosotros no podemos, no debemos rechazar nada de la nuestra, la herencia de Occidente».