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Decía Jung que los instintos son como «la historia de algo sucedido hace millones de años». ¿Qué opinaría Jung de las manos? Parece que son más... modernas. Con ellas empieza la cultura: la nuestra al menos. Decidido el hombre a «hacer» con sus manos, fue llegando, poco a poco, todo: la agricultura, la cerámica, el arte y la guerra. (Bueno; quizá primero la guerra, lo que indica un mal comienzo.) Los psicólogos, desde Freud acá, no dejan de aludir al magma del inconsciente. Lo de explicar la conciencia es más difícil. Ya no sé si fue Freud o fue Jung quien —eludiendo el problema— se sale por los cerros del humorismo diciendo: «¿Cómo y cuándo el origen de la conciencia? Yo no estaba allí.» A alguien (a mí por ejemplo) se le puede ocurrir pensar que la conciencia es el subconsciente lo que la pluma a la tinta. La conciencia ha ido perfilando su letra y su caligrafía como una estilográfica. Y ha salido el texto de la Historia.
Pero de pronto, uno se sorprende al mirarse las manos. Las mías son torpes. (¿Por qué hay dedos ágiles para los que no hay tuerca que se resista y dedos inhábiles que se agarrotan impotentes ante el nudo de la corbata?) Cuando se adolece de torpeza manual, el respeto, la afección, la admiración hacia el artesano crecen. Sin embargo, ahora las manos actúan menos y su cometido en los trabajos es más liviano. Exoneradas por el maquinismo del duro esfuerzo, tienen más «tiempo libre» para hacerse feudatarias del gesto y del lenguaje. Pero yo observo mis manos y tampoco sirven para eso. Las veo más bien calladitas. (¿Por qué hay manos tan expresivas que al traducir el mensaje de la mente lo mejoran? Algunos virtuosos del «mimo», a fuerza de jubilar palabras, hacen sospechar que sin ellas también los mismos filósofos seguirían.) Cuando noto que las propias manos, metidas en los bolsillos, permanecen mudas, surge la envidia —envidia de veneración, envidia de la buena— hacia esas personas sabias que logran hacer volar la mano de manera distinta a cada instante, según el viento sea de alegría, de desaliento, de ¡ra, de tranquila reflexión. Empédocles —que empieza, aproximadamente, la historia de la filosofía nada menos que con un poema— dejó escrito: «Ninguna cosa en lo eterno apoyará sus pies», dando a entender lo efímero de cualquier afán. Y no obstante, parece que la mano está ahí para agarrar un siempre. Con los pies pisamos tierra firme. Y, ¿no es metáfora lo de «tierra firme»? Con las manos encerramos en un puño todos los pájaros huidizos: los deslizantes propósitos, las emociones que se crispan. Y cuando las abrimos en la ilusión, en la confianza o en la paz, se perciben más claros los ritmos del espíritu al compás de la mirada. Con ellas, en actitud impetrante, espera el místico el aterrizaje de Dios. Pienso ahora en las manos del pianista: afilados y mágicos resortes para la epifanía sublimada de verdades que se hicieron sentimientos. (No, tampoco cuando empezó la música estaba Freud allí...)
¿Y reír? ¿Saben reír las manos? Cuidado. No hay que acecharlas demasiado. También a veces dan un poco de miedo. Magritte las pintó alguna vez exentas. Y uno siente el horror de imaginar a las propias manos mutiladas y autónomas. Menos espanto, creo, debe causar una mano aislada que una cabeza cortada. Las manos de Magritte —quizá toda su pintura, tal «La manía de las grandezas»— dan una sensación de final cósmico. Vuelve la tranquilidad cuando se miran las manos del alfarero. Pero, ¿no se acaban los alfareros? ¿Quedarán alfareros dentro de diez años? Es pena porque recuerdan la grandeza primera de la mano. Y a Dios cuando era alfarero, cuando nos «promocionó» entre el barro. Todavía se dice: Aquí se ve «la mano de Dios». Como si ni aun a Él nos lo pudiésemos figurar sin manos.
Vuelvo a mirar las mías. Ahora se ponen nerviosas y empiezan a pasar las hojas del periódico. Parece como si huyeran a mi observación. El diario trae todas esas guerras que ahora la Historia se coloca en su costado para evitar la congestión de la guerra total. Guerras como aquellas sanguijuelas que curaban la pulmonía. Y entonces mis manos casi se crispan. Porque cabe también el horror de las manos mutiladas —exentas— en las llamadas guerras menores.
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