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PENSAMIENTO Y POLÍTICA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 28 de diciembre de 1975

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El pensamiento, en cualquier persona, debe ser ágil, intenso y valiente. Ágil, moviéndose sin perder la pista, declinando y conjugando cualquier tema con prontitud, flexibilidad y firmeza. ¿Cómo aliar la flexibilidad con la firmeza? Es difícil, pero para eso el pensamiento es pensa­miento: para encontrar recursos y dar en cada ocasión con la finta necesaria en la precisa esgrima dialéctica. Además de la agilidad, el discurrir racional demanda un caudal apreciable de ideas; ha de ser intenso. No se puede discu­rrir con una sola idea, aunque probablemente todavía que­den ideólogos monocordes, que tocan los temas como Bar­tolo la flauta. Pero con un agujero solo no hay música por buena que sea la flauta; no existe fuerza mental por cuali­ficado que sea el discurso. También el pensamiento tiene que ser valiente, aceptando inclusive el riesgo de equivo­carse. Muchos hombres no piensan por miedo a caer en el error. William James escribe: «Hay personas que cuidan más de evitar el error que de conocer la verdad». Con este miedo se avanza poco. Es mejor la actitud contraria porque si no nos arriesgamos al yerro, a pocas certezas po­dremos llegar. Ningún investigador, ningún filósofo, nin­gún científico ha sentido el pánico a equivocarse en algo porque todos los inteligentes parece que saben que puede que el expediente para dar el golpe decisivo en el clavo sea el de haber dado varios golpes en la herradura. Incluso po­dría afirmarse que no hay errores totales, salvo excep­ciones, sino parciales. Entonces con los recortes de verdad aprovechables en los errores, puede construirse el perfil de una ideología o de una creencia. La cultura va avanzando así, si bien existe el peligro de los relativizadores a ultran­za, de los eclécticos, y de los escépticos que lo que hacen más bien es lo contrario. Porque los eclécticos —de donde derivan en gran parte los escépticos— confunden y lo que hacen más bien es construir una desesperanza o un nihi­lismo con los recortes de errores procedentes de la depura­ción de las verdades. Los escépticos esculpen con la ganga y no con el metal. Los optimistas y los creyentes erigen la estatua de sus convicciones en bronce, desechando la es­coria. Es otro problema porque no siempre es a simple vista discernible la escoria.

Precisamente lo que ahora se pide al político con ima­ginación es todo eso y nada menos que eso: agilidad, intensidad y valentía. Ya el político no es el hombre llama­do simplemente a administrar. La época exige imaginación al hombre de gobierno. Y con ella mucha inteligencia en función densa de pensamiento. Y, sin embargo, el político no puede reducirse a intelectual. Quizá su misión es no quedarse en el plano elevado de las ideas. Se ve forzado a traerlas, a traccionarlas. «Política —se ha repetido mil ve­ces— es el arte de lo posible». Posibilitar, hacer viables las ideas de justicia, lealtad, orden, libertad, en un mundo y entre unas gentes que prácticamente se resisten a estos fe­cundos postulados, es tarea erizada de obstáculos, ingrata. Hay que dar efectividad a ras del suelo a lo que se cierne en las altas regiones. ¿Cómo? Esperando siempre, pero no es­perando a una sola carta, o confiando en cada momento o creyendo que la próxima ocasión es siempre decisiva. Si el genio fue definido como una «larga paciencia», ¿no habrá que pensar lo mismo de la política y del político? Engañan los políticos que prometen bienandanzas inmedia­tas y que nada más programan a plazo corto. No, no: por ley natural, todo lo estupendo llega mucho después de pa­ra cuando se desea. Los súbitos cambios de tiempo son en­gañosos. Las mejorías repentinas del enfermo mienten también. En política son demagogos los que dicen que todo se solucionará mañana, cuando ellos intervengan: los que tienen un pensamiento que no es ágil, ni intenso, ni valiente. Los que tienen un pensamiento que nada más es revolucionario.