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FUTURÓLOGOS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 28 de julio de 1971

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He leído este nuevo vocablo: futurólogo. El futurólogo es perito en el porvenir, dedica su estudio, su trabajo y su... imaginación al porvenir. En los escaparates de todas las librerías los futurólogos reclaman su agosto. Los hay de todas las especies. Adivinan unos la economía de pasa­do mañana —pasado mañana está constituido por los lus­tros que siguen al año dos mil—; otros, preveen las muta­ciones sociales, biológicas, políticas, urbanísticas de un fu­turo que, según ellos, se acerca a velocidad mayor que ningún futuro se acercó jamás... Porque el futuro antes venía en muía o en caballo, es decir, se veía venir, se veía el camino por dónde venía y se veía la calbalgadura en que venía. Mientras que ahora, como el futuro viene con ur­gencia supersónica, no parece posible asomarse a ningún otero ni a ningún balcón para saborear su llegada.

Sin embargo, los futurólogos dan pelos y señales de todas sus predicciones. Siempre hubo adivinos que abusa­ron de la ignorancia de los demás: eran los falsos profetas del horóscopo, de la quiromancia, de las «cartas»: de la posición del siete de bastos, o de la de Júpiter en relación con la constelación de Aries. ¡Vaya usted a saber! Pero los futurólogos, nuestros futurólogos, abusan no de la igno­rancia de los demás, sino de la ciencia. Hoy, mil cono­cimientos postulan veinte mil pronósticos. Y, ¿acaso las computadoras, los cerebros electrónicos no están ahí —compadecidos quizás del escaso poder adquisitivo de nuestras células cerebrales, de nuestras neuronas—, su­pliendo con su crédito nuestra natural pobreza para saber lo que nos aguarda? El futurólogo es triunfalista de por si. Da igual que pretenda saber la configuración de nuestras ciudades en el año 2050, que la fisonomía ideológica del año XXII, que la suplantación del hierro por el titanio y por el cobre pasadas apenas unas décadas. Sea biólogo, químico, técnico o sociólogo, el futurólogo nos esta orga­nizando un porvenir sin fallo y sin fallas, ayudado por las estadísticas y por el optimismo. Desaparecerá el cáncer pero por si acaso persistiera el aburrimiento en una socie­dad desocupada —cinco o seis horas de trabajo semana­les—, surgirán los llamados «directores de tiempo libre» para trazar los parámetros y los vectores del ocio y del ne­gocio. Se viajará hacia Sirio gracias a esos campos magné­ticos que se mueven a velocidad doble que la de la luz (po­bre Einstein y él que creía haber «premiado» a la velocidad de la luz con el «único absoluto»); pero si se diese el caso de que siguiera el tren para los que nada más se deciden a varanear en Santander, llevarán los vagones un colchón magnético que eliminará todos los ruidos. En cualquier farmacia (?) se venderán válvulas de repuesto para el co­razón: pero como es posible que si bien va a desaparecer el infarto de miocardio, persistirá el frío en el mes de enero, los trajes con calefacción serán el complemento de «seguro anticarral...»

¿No les parece a ustedes todo esto un abuso? La Cien­cia, toda ella derretida en técnicas de aplicación, será dócil a todos los moldes. Y, de la misma manera que cabe hacer llaves para cualquier cerradura por complicada que sea, no habrá problema que se resista a la palanqueta de nues­tra curiosidad o de nuestro deseo. Se abrirán todas las puertas del mundo feliz. No habrá dolores... Y, ¿no habrá tampoco dolor? No hace quizás medio siglo que Rainer María Rilke, se lamentaba de cómo los hombres lejos de «aprovechar» el dolor lo dilapidaban atentos siempre a su término, cuando en realidad —decía— es «nuestra durable fronda invernal, una de las estaciones del año secreto». Los futurólogos pretenden suprimir —eso es justamente— los dolores, como esos expresos que pasan de largo, sin pa­rarse, por las humildes estaciones en que ya nada más se detienen los mercancías y los correos con vagón de tercera. Los futurólogos están abusando de la credulidad del hom­bre del siglo XX, ¡tan candido! Los futurólogos soplan y soplan el globo de la ciencia. ¿Hasta qué estalle? Los futu­rólogos se olvidan de aquellas graves palabras del final del poema de Rainer María Rilke: «El dolor es también lugar poblado, campamento, suelo, residencia».