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AFINIDAD, CONCORDIA, CONSENSO...

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. Enero de 1978

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Naturalmente la palabra «consenso» existía ya, pero ha sido la democracia española quien la ha puesto en circulación la ha estampillado para el mercado, cambio y recambio político. Es, creo, la influencia de los «medios de comunicación social», pero ya el «consenso», aún en parcelas lejanas al político, se ha hecho vocablo poco menos que insustituible. Hasta en las reuniones familiares de Pascua, no se hablaba de «acuerdos» a la hora de elegir una bebida o un turrón, sino de «consensos». Y cuando nos reintegramos, tras este breve paréntesis, al respectivo trabajo, en las oficinas, en los andamios, en las «besanas» (pobre palabra antigua), en los «tajos», en los consejos económicos y en las juntas cofradieras, ante cualquier situación difícil en discusiones y decisiones se va a salir en segui­da del paso, no con disposiciones ejecutivas, no con ajustes de criterio, no con confrontación de razones, sino con la creación de «comisiones de consenso». Ya que está claro —nos lo dice cada día la prensa— que cuando los políticos, en quienes tenemos puestas unos y otros nuestras esperanzas, no alcanzan el fenomenal fruto maduro del azucarado «consenso», se es­fuerzan ahincadamente por lograr como plataforma las bases previas de un consenso. Y el que no se conforma, el que no «consensa», es porque no quiere. ¿No hay consenso? Pues hay plataforma para el consenso. ¿No hay plataforma para el con­senso? Pues hay comisión para formar la Junta Organizadora que siente las bases para hacer posible la plataforma que probabilice el consenso.

Trato de ver las diferencias entre «acuerdo» —palabra po­table de siempre— y «consenso», concepto en agraz muy de moda. Claro está que hay diferencias. El «consenso» parece referirse a un común sentir acerca de fenómenos más o menos físicos, que están ahí con nosotros o contra nosotros, pero irrenunciables y fuera de lo opinable. Por ejemplo, digo yo, si no hubiese consenso sobre la existencia de la ley de gravedad, ha­bría que crear todas las comisiones y subcomisiones necesarias hasta conseguirlo, ya que desentenderse de la ley de gravedad sería catástrofe y ni los partidos políticos, ni los sindicatos, ni las disposiciones para la salvaguardia de los derechos humanos, podrían formular ningún voto particular a este respecto. De la misma manera, en España se han formado y se formarán todos los comités precisos hasta conseguir el «consenso económico» de forma efectiva, ya que no se trata de pensar con los mismos módulos una idea o un principio filosófico; sino de constatar con el mismo sentido —y con iguales sonidos, ver, oír, oler, gustar y tocar— una precaria, peligrosa, angustiosa casi, situa­ción de una Economía. A la que hay que poner remedio no desde distintos puntos de vista políticos, sino con idéntica situa­ción de certeza a la que produce el comprobar que si no quiero mojarme cuando llueve tengo que abrir el paraguas, o que si no quiero que me aplaste la cabeza un kilogramo de plomo que se cierne sobre mi cabeza, antes o después tengo que quitar la ca­beza de debajo del kilogramo de plomo. Los «consensos», pues, vienen determinados por la Naturaleza y hay que adop­tarlos sin remisión, sin preguntar antes, uno a uno, a todos los miembros de la minoría que se oponga al consenso.

Pero el «acuerdo» es otra cosa, menos necesaria y, por tan­to, más elevada, más noble. La ley de gravedad, o la reforma económica, no precisan sino del consenso, de la apreciación sensorial —de los testimonios corticales, ventaneros, de los sen­tidos—; pero el «acuerdo» urge las instancias de los corazones. Acuerdo, acordó, concordia, son alusiones que demandan no la aportación testimonial de la retina o de la trompa de Eustaquio, sino de la viscera cordial. Hay acuerdo cuando son los senti­mientos personales y no las leyes físicas o parafísicas universa­les, las que nos inclinan a una provisional coincidencia en las apreciaciones. Si hay, pues, consenso, para abrir el paraguas cuando llueve, tiene que haber algo más, tiene que existir acuer­do, para sumirse en una misma admiración a San Francisco, a Miguel Angel, a Goethe o a Mozart, porque la coincidencia apreciativa, en el segundo caso, nace de capas más profundas, no corticales; menos inexorables pero, precisamente por eso, más cualificadas. El acuerdo pone en comunicación almas y emociones. El consenso, nada más relaciona intereses y apetitos insoslayables.

Todavía, en plano más eminente, están las afinidades. Significan infinitamente más que los consensos y mucho más que los acuerdos porque articulan, no sensaciones, no sentimientos sino globales enjuiciamientos, cosmovisiones, concepciones del mundo. Así, puede haber no sólo consenso, sino también acuerdo, entre un marxista y un católico cristiano a la hora de admirar a Shakespeare o venerar a Newton. Pero no puede ha­ber afinidad entre ambos cuando se trata de interpretar el pro­ceso de la historia, de opinar sobre los secretos fundamentos del Cosmos, de apreciar misterios, de formular los términos de la auténtica Esperanza y de definir y sentir a Dios.

Consenso, concordia y afinidades se mueven en planos di­ferentes. No hay que confundir. Es disparate sacar a colación el término «consenso», cuando se necesita nada menos que una «afinidad». Sería inútil, entre un luterano y un cardenal de la Iglesia Romana, querer lograr consensos acerca del significado de la Misa. Igual de inútil resultaría aspirar al consenso entre un ateo y un budista al buscar una definición de la Providencia, o entre un comunista y un cartujo, acerca del concepto de la Co­munidad. Pero no menos disparatado resulta ambicionar afini­dad donde basta acuerdo e incluso solamente consenso. La de­mocracia en muchas ocasiones suele perderse por estos vericue­tos. Los acérrimos partidistas que hacen de un partido nada menos que una religión con sus dogmas, fundamentos metafísicos y preceptos morales, y que confunden una opción políti­ca —de por sí aleatoria y fungible— con una «profesión de fe», están haciendo dificilísima la Política que, posiblemente, no es nada más que el arte de lo posible. El resultado es que cuando se disponen al simple «consenso» quisieran englobar en el mismo la complejidad entera de las personas. Y, así, cuando aún no han terminado de coincidir acerca de las cláusulas de un regla­mento, reclamen afinidades de «última filosofía». ¡Si los polí­ticos se contentaran con hacer de los hombres excelentes ciuda­danos! Pero parece como si ello fuera lo que menos les importa, cuando despliegan todo su entusiasmo en hacernos de la iz­quierda, de la derecha o del centro. Si nada más la política aspirase al patriotismo, a la buena ciudadanía y al bienestar común los «consensos» deben ser facilísimos.

Y quizás la política pudiera contentarse con consensos, pa­ra el logro de los cuales basta la lógica y el sentido común. Pero otras instancias, otras apelaciones, están llamadas a conseguir resultados más altos, están llamados a alcanzar concordia. Para ello ya, además de fría lógica, se necesita corazón.

Aun más allá, las profundas ideologías y la religión tienen encomendado el procurar para los hombres afinidades con arre­glo a una visión entramada y honda del mundo y sus cosas, sin rehuir las primeras y últimas preguntas, sin esquivar la seriedad, la fuerza y el misterio de la Vida.

Pero invertimos los términos, confundimos, y así nos va. «Todo aprieta —escribía Ortega y Gasset hace treinta años— para que se intente una nueva integración del saber, que hoy an­da hecho pedazos por el mundo». Y esos pedazos —pienso yo— nos los arrojamos, como energúmenos los unos a los otros para hacer de los pedazos pedacitos.

Vamos a ver si hay consenso para que, por lo menos, de los pedazos no hagamos pedacitos. Y así, se harían posibles, con un poco de optimismo, las concordias después de los consensos, con vista a ulteriores afinidades. (Para mí el Pacto de la Moncloa tiene el defecto de que confunde consensos, concordias y afinidades, haciendo que cuando ya nos disponemos en busca de una concordia no hayamos efectivamente pasado aún del consenso, o que persigamos consensos por el camino más largo y difícil, es decir, por el de las afinidades ideológicas previas. En suma, hay quien dice que es procedimiento de alta política po­ner los carros delante de los bueyes).