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CISNES

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 25 de spetiembre de 1977

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Nada como un parque provinciano para comprobar que la vida además de una urgencia tiene un sentido. Más que otra co­sa hay niños y jubilados en los parques. Y además los solitarios. No es propiamente melancólico el parque con sus jardines que siempre se quedan pequeños, su horizonte de campanas lejanas, su estatua a un señor del siglo XIX. Los niños que corretean en­tre las acacias cerca de la pajarera o del estanque de los peces no saben que es la nostalgia. Y los viejos más bien se agarran a su tos —la tos que los agarra— que a los recuerdos. En cuanto a los solitarios, vienen al parque para pasear sin ir a ningún sitio. Dan vueltas alrededor de su obsesión y caminan en pos de su propio centro; de un interés que se les ha escapado hacia no sé dónde. Pero también están los novios con su paso lento. Toda­vía hay enamorados que creen en un amor romántico. Románti­co, además de todo lo demás. De pronto, se me para la atención ante el cisne quieto —«unánime» decía Rubén—; el cisne quieto con la rara virtud de avanzar y moverse quieto. Impertérrito. Seguro de su cuello. Pienso que el cerebro de los sabios no se levanta casi nunca sobre un cuello erguido. Pienso en la escasa capacidad encefálica del cisne «unánime». Está orgulloso de su barco. ¿Está orgulloso el sabio de algo? Pero, a lo mejor, no hay sabios. Eso del sabio es una abstracción. A lo mejor nada más hay hombres. Pero los hombres no avanzan quietos y se­guros, y tienen arrugado el cuello, y en vez de disimular bajo un plumaje blanco están gritando siempre su descompuesto, su despapelado, su agitado, su disperso deseo. En el parque, el cisne es el único ser sin dudas. ¿Tiene sentido la existencia para el cisne? No. Si lo tuviera no avanzaría quieto con el cuello incansable. Deja un surco recto en su pequeño lago. Es casi un astro, pero sin órbita y sin prisa. El cisne no cree en nada. Ni en su propia vida. De ahí que no vacila. De ahí su comportamiento hecho de seriedad absoluta, geométricamente calculado.

En el parque, el cisne es el espectáculo insólito y aburridísimo. ¡El cisne, pato jerarca, tan cerca de una engañosa belleza que no necesita volar, ni nadar, ni andar! Estos prodigios tienen un secreto humilde y pobre. Todo el orgullo del cisne está asen­tado sobre una membrana de refuerzo. ¿No parece que debería basarse en un prodigio anatómico estelar? En fin, Dios sabe porqué el cisne —como tantos hombres— hace de su necedad su fuerza y hasta su belleza. Los niños, los viejos, los novios, los pájaros, las flores, las acacias del parque dan sentido a la vida. La vida es móvil, insegura, zizagueante y buscadora. La vida es ese algo que espera y sale al encuentro de lo que llega. Estos niños con su balón en espera del bachillerato, estos novios en espera del íntimo zumo de la vida, estos viejos en espera de la muerte, el paseante solitario que perdió su diamante, los jar­dines con arquitectura que juega entre el aire y la piedra, entre el suspiro y el pájaro..., las campanas de alejada plata, ¿no componen el retablo doble, triple, cuádruple, invisible, visible, perplejo, iluminado, asombroso, cotidiano e imprevisto de una vida que brilla, por la que brillamos; que corre, tras la que co­rremos; que esconde lo que enseña, que nos hace vivientes en el claroscuro genial de lo que acaba por ser y de lo que termina no siendo...?

¿Palabras? Bueno las palabras es lo último que puede ima­ginarse de los cisnes unánimes y de los hombres unánimes. Es­tos también juegan a avanzar rectos, a estar seguros de su bar­co, a presumir de cuello. Claro que estos hombres tienen su lago lejos de los parques. En plena vida abarrotada, pero pe­queña e infecta, bidimensional y angustiada.

Y, ¿entonces? ¿Necio el cisne que se parece a ciertos hom­bres? ¿Pato el hombre con énfasis de cisne? Pudiera ser que lo tonto fuese desdeñar la quietud navegante del cisne. Por eso de­cía yo que en el parque, al margen del barullo ciudadano, hay sitio para entender que la vida tiene sentido. Tanto que desde ella —desde la vida— hay incluso el riesgo de sospechar que, después de todo, quienes tendrían razón serían los cisnes.