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AZORÍN EN LA CARRERA DE SAN JERÓNIMO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 25 de septiembre de 1954

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Que nos encante o no nos encante Madrid es lo de menos. De todas formas, si somos «provincianos», ¿qué le vamos a hacer? Y como somos provincianos, tenemos derecho a sentir que algunas cosas de la gran ciudad no nos gusten. Por ejemplo, el tráfago intenso, los timbrazos de la circulación... Y tanto coche, tanto coche... ¿Qué es la tranquilidad? Un espacio sin coches —y sobre todo, sin camiones— a unas leguas a la redon­da. Si uno fuera dueño de un espacio así de tranquilidad, se sen­tiría más feliz que si se advirtiese dueño de un coche.

Pero es un prejuicio y una tontería pensar que en Madrid «todo es taxi» y... «remuneración gotarda», como añadiría «La Codorniz». Tampoco en Madrid todo es disipación y cana al ai­re, como pensaban nuestros abuelos cuando al disponerse para un viaje a la capital sonreían suficientes ante el guiño malicioso de sus coetáneos. En Madrid, todavía abundan los peatones. Hasta se federaron en una Asociación hace poco, quizás ofen­didos, no ya por los automovilistas, los ciclistas o los «vespistas», sino por los efímeros y transitorios ocupantes de los asien­tos de segundo piso de los trolebuses; esos que van leyendo «Marca» con gesto olímpico desde Reina Victoria al Retiro...

Entre los peatones, en Madrid, todavía puede encontrarse uno a gente interesante. No sé si alguien podrá decir algún día que se ha encontrado, entre la gente, por la Gran Vía, a Di Stéfano o a Silva. Yo, por lo menos, puedo decir que, por la Carre­ra de San Jerónimo, me he encontrado con «Azorín».

Claro que sí; mi mujer y yo somos unos ingenuos. Sen­timos, así de momento, un deseo de que la gente que circulaba por la Carrera de San Jerónimo, en la densidad transeúnte del mediodía, tributase una ovación clamorosa al paso del escritor. Era en el trecho en que la Carrera atraviesa la Plaza de Canale­jas. Yo no vi a nadie que se quedara mirándole al rostro, ni a ningún ocupante del bar que quitase la vista del periódico cuando Azorín pasaba. Que se me excuse, por eso de ser yo un azoriniano tremendo. Pero yo... ya hubiese detenido la circula­ción. Uno, también es un provinciano tremendo. Perdón.

—¿Señor Azorín?

Yo no conocía personalmente al Sr. Azorín. Pero para eso uno le ha visto mucho en fotografías y se ha leído casi todos sus libros. Tuve que identificarlo enseguida. Azorín iba con paso lento y actitud erguida. (Por Dios no confundan ustedes la ac­titud erguida con la actitud tiesa, almidonada. Azorín tiene se­tenta y tantos años y además es Azorín). Caminaba el escritor, ayudándose de un bastón —célebre— de contera de plata. Lle­vaba traje gris. (Yo creo firmemente, lector, que tú sabes de qué color son cada uno de los trajes de Ali Khan, porque le tienes que haber leído muchas veces en la prensa. Aguántate ahora, pues, si a mí me da la gana de decirte de qué color era el traje de Azorín).

—¿Señor Azorín?

Azorín se detuvo.

—Yo... soy un admirador suyo de provincias; quiero estre­charle la mano, quiero decirle mi admiración espontáneamente.

Sonaban los claxons; salía un tufo de gambas del bar, no sé si el humazo ese —tan de moda— de los troles, pasó en una bo­canada. Las poquísimas palabras amables de Azorín, en la acera de la Carrera de San Jerónimo me compensaron con cre­ces de la contrariedad de no haber podido volver a Úbeda ese día. Presenté mi mujer a Azorín. Nos despedimos. Azorín si­guió con su paso lento, con su prestancia, con la elegancia espi­ritual de su alma traslucida en su figura toda, camino de... (Di­cen que, a estas horas, Azorín se dirije al «cine»).

Sé que la anécdota carece de importancia. Escribir cosas como ésta, cuando el lector no entiende la necesidad que le im­pulsa a uno a decirlas, parece una futilidad. Sin embargo...

Conviene lector, que te enteres de que «Azorín», un «inter­nacional de la literatura, del estilo y del pensamiento», es un peatón que cada mediodía recorre la Carrera de San Jerónimo, conviene que sepas que el endiosamiento no les va bien a los dioses y que los genios —cuando no son genios del fútbol, de la tauromaquia o del cine— pasan indiferentes, ante la indiferencia de las gentes. Los grandes hombres, son ante todo hombres asequibles, abordables. Yo mismo abordé a «Azorin» en la Carrera de San Jerónimo. No sé si, de proponérmelo, hubiese podido abrodar a ...

Bueno; yo quería que este artículo no terminase en moraleja. Pero ha salido así.