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LA CATEDRAL DE JAÉN

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 18 de octubre de 1969

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La catedral de Jaén, enfrentada en perenne «vis a vis» con el Jabalcuz, parece una réplica de la arquitectura a la pura geología, de la piedra civilizada a la roca, es decir, de la Historia a la Geografía. Desde cualquier camino que lleva a Jaén, la catedral aparece perfilada, rotunda y neta, signando de espíritu la topografía de la capital. Hay ya quienes no sé por qué puritanismo empiezan a renegar de las catedrales. Puro «snobismo» religioso. Ciertamente, si algún día desaparecieran las catedrales se habría con­sumado ese proceso de desacralización que devolvería a los conjuntos urbanos una fisonomía acéfala proclive a todos los desórdenes. Yo creo que, en cualquier conjunto urbano, la presencia del templo —llámese catedral o, simplemente, iglesia— es como un regulador que frena cualquier desbandada... Alguien, hace poco, distinguía entre pueblos en que se oyen las campanas y pueblos o ciudades en que no se oyen. Asignaba a los primeros un mayor coeficiente de cultura, teniendo en cuenta que no siempre civilización y cultura coinciden. Pues bien; habría que distinguir, igualmente, entre ciudades o pueblos para los que la «presidencia» de la torre catedralicia o parro­quial sigue siendo efectiva o no. Es estupendo que poda­mos contar a nuestro Jaén todavía en el número de pobla­ciones cuya catedral no ha sido jubilada a efectos de paisaje. Porque, afortunadamente, por mucho que se modernice y se extienda Jaén —y claro está que la mo­dernización urbana es buena cuando se hace con tiento—, nadie va a arrebatar a la catedral la presidencia. Así, su «vis a vis» con Jabalcuz proseguirá en ejemplar y purificadora dialéctica.

Sin embargo, no basta que la catedral «esté ahí». La catedral de Jaén es un maravilloso poema en que el arte modula sus estrofas y en el que toda la historia del «Santo Reino» se aloja. Es el arca sagrada que ha salvado de sus naufragios al pasado. ¿Qué sería de la historia si los mo­numentos no acudiesen solícitos al salvamento de los si­glos muertos? ¿A qué podrían reducirse entonces sus lecciones? En la catedral de Jaén reside la memoria de Jaén. (Y bien se sabe que no hay entendimiento sin me­moria y que la voluntad es impotente sin recuerdos.) Por eso, si la catedral está ahí, es preciso que sepamos pene­trar en ella, en su bosque de manifestaciones artísticas, de fechas, de inscripciones, de sugerencias prensadas y archivadas, con prudencia y tacto, con sabiduría. La nave de la catedral arbola todo el pasado, pero es preciso —marineros hábiles o siquiera grumetes de la férvida tripulación— ser conducidos de una mano diestra para gustar de sus secretos y de sus enseñanzas. De otra forma, el bosque de la catedral nos confundiría, o nos marearía el batiente oleaje de nostalgias que sus muros han em­balsamado.

He encontrado en el libro Iglesia Catedral de Jaén del beneficiado don Guillermo Álamo Berzosa el segundo cua­derno de bitácora para brujulear a lo largo y a lo ancho de los «caminos» de nuestro templo diocesano. Porque, justamente, de cualquier «detalle» de la catedral —reta­blo, capitel, cuadro o documento— arranca un «camino». Vereda o camino que serpentea entre la Historia, proliferando fechas hasta conducir a esas inefables plazoletas del pasado en que se ha cuajado el musgo de las más sutiles melancolías. ¿Cómo es posible entrar en una cate­dral y permanecer impasible? El silencio catedralicio está poblado de mil murmurios entrañables, de mil «soledades sonoras», de mil «músicas calladas». En su paz se percibe el parloteo espléndido de todas las flores arrojadas, de todos los sucesos retirados de la circulación... Pero en la catedral aquellas flores dan nueva fragancia si la sensibi­lidad del visitador acierta a percibirla, y por la catedral circulan, sin semáforo que les detenga el paso, aquellos sucesos relegados. ¡Ah! Siempre los vivos somos menos que los muertos. Por eso la catedral solitaria —anclada entre el bullicio urbano— tiene, en todo momento, más densidad de población.