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Para nombre eufónico, el de don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce. Don Alonso nació en plena Castilla, en la provincia de Avila, en el pueblo de La Fuente del Sauz. A los nombres de ciudades «poetizadas por el oído», «nombres de cuerpo entero» —«Avila, Málaga, Cáceres...»—, que decía Unamuno y que hace tiempo nos recordaba en estas páginas don Melchor Fernández Almagro, cabría añadir aquellas toponimias suaves, casi fragantes, que ponen como una caricia en la estridencia fonética, gritadora, de nuestras hablas urgentes —«periodísticas», solemos decir con notoria impropiedad—; prosas en las que el truco sensacionalista descabella los temas, en efectista agilidad, sin previa «faena»... Reos somos casi todos, en poco o en mucho, de este uso hasta cierto punto delictivo del lenguaje, estrictamente «funcional», acomodado al carácter «técnico», «práctico», de la actual hora del mundo. ¿Olvidamos que el lenguaje ha de limpiarse cada día de su barro? Porque no es menos el lenguaje que los zapatos. Y no es decente ese barro hasta la cintura, que de plebeyo intenta hacerse «snob» en ciertas expresiones de estilo despechugadas e insolentes... Pero, así y todo, todavía nos gustan —gustan a todos— las palabras que retiñen su íntimo cristal, las que dejan al pasar su tenue estela sonora. Todavía, al tropezar al acaso con alguna de ellas, üccimos: es bonita. Y desearíamos montar sobre su eje de diamante el complicado mecanismo de nuestro decir literario. (Transfigurar lo literal en lo literario debe seguir siendo deseo irrenunciable, a despecho de todos los apresuramientos.)
Don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce. Adivinamos en él al esteta celoso de su estirpe, al escrupuloso catador de bellezas. Fue, ciertamente, el prelado, un devoto del arte; lo vamos a recordar en seguida. ¿No es ya su nombre, asociado al feliz toponímico, una cumplida obra de arte? Pero si en la lápida sepulcral el buen nombre es el último testimonio de una fama, he aquí que al de don Alonso Suárez de la Fuente no le ha sido concedido aún el reposo en el mármol. Cualquier nombre bello tiende, como a su último fin, a la apoteosis del mármol. Pero nuestro obispo, pasados cuatro siglos de su muerte, no ha encontrado su tumba. Se trata del «obispo insepulto»...
Había sido don Alonso obispo de Mondoñedo y de Lugo. En 1500 ocupa la diócesis de Jaén. De su actividad pastoral quedan valiosos testimonios. Presidió un Sínodo en el año 1511. Fue, además, inquisidor general y presidente, durante algún tiempo, del Consejo de Castilla. Hasta su muerte, en 1520, rigió el obispado del Santo Reino. No obstante, como ya hemos apuntado, fueron sus aficiones artísticas el factor que más contribuyó a hacer imperecedero su recuerdo. Nos lo figuramos, a don Alonso, ya en los albores renacentistas, insinuando y plasmando sus nostalgias del tiempo viejo. Probablemente fue un reaccionario, muy a la española, receloso del viento de Italia: esto es, afincado a las entrañables tradiciones vetustas. Parece inducirse esto de su indeclinable vocación..., diríamos goticista. Es el «obispo constructor» que ordena edificar, hacia 1510, la capilla mayor de la catedral de Jaén, en la que manda ser enterrado. Entre Jaén y Baeza, sobre el río Guadalquivir, en 1508, queda concluida, a sus expensas, «la puente, el paso de la cual dexó y es libre sin pagar tributo alguno». En Ubeda, también a cargo de su pecunio, se erigen las portadas ojivales de las iglesias de San Pablo, San Nicolás y San Isidoro, ya avanzado el siglo xvi. El prurito gótico de sus construcciones —periclitada, incluso, la fogarada final del «isabelino»; muerta ya doña Isabel —es dato sintomático de sus preferencias que traducen, con toda posibilidad, el carácter de su espíritu muy dado a lo medieval; como lo medieval, «enorme y delicado».
Pues bien, sucedió lo que nunca pudo prever el obispo. En 1635, por acuerdo del cabildo catedralicio, fue derruida en la Santa Iglesia de Jaén la Capilla Mayor, la que él había mandado levantar, en la que estaba inhumado desde años atrás su cadáver, para reemplazarla por otra de nuevo trazado. Acaeció esto durante el pontificado del obispo don Baltasar de Moscoso. Naturalmente, esta nueva capilla acusa manifiesta y ostensiblemente los gustos clásicos. Y entonces surge la cuestión: ¿Qué hacer con los restos del «obispo constructor»? Provisionalmente, durante la obra de reforma de la Capilla, se depositaron en la Sacristía; pero, ya concluido el flamante recinto, en 1664, el conflicto se produce. De un lado, el cabildo se niega a que don Alonso Suárez de la Fuente vuelva a ser enterrado en la Capilla Mayor, porque ésta de ahora, precisamente ésta, no es la que él edificó; bien que abona su repulsa con una razón de peso: no parece bien que se destine para sepulturas la capilla levantada para relicario del «Santo Rostro». (Efectivamente, en ella se venera, según tradición avalada por numerosos testimonios, un trozo de lienzo con la Faz estampada de Cristo.) Pero, naturalmente, los familiares de Suárez de la Fuente oponen la última voluntad del prelado; y arguyen que, quien tan cuantiosas sumas dispensó para las obras de la catedral y para las de las iglesias del Santo Reino, bien merece esta distinción. No hay acuerdo, y entonces la cuestión se plantea de una forma original. En una monografía titulada La catedral de Jaén, escrita por el presbítero don Francisco Pinero Jiménez y por don José Martínez Romero, estos autores resumen los avatares del curiosísimo pleito, que recoge igualmente el cronista don José Chamorro, en Guía monumental y artística de Jaén. En la monografía citada se lee: «La familia del finado haría anualmente en las Vísperas de la Conmemoración de los Fieles Difuntos, una ofrenda al Cabildo; si éste la aceptaba, inmediatamente sería enterrado (el obispo) en la capilla; y si la rechazaba, debería continuar insepulto. Si algún año dejara de hacerse la ofrenda, el cuerpo sería inhumado en el Coro de la Catedral, junto a los restos de los demás obispos que allí yacen. Año tras año han venido rechazándose las ofrendas, consistentes en un principio en cabezas de ganado, aceite, trigo, etc., y últimamente en blandones de cera, hasta que, por no haberse hecho la ofrenda durante los años de la Guerra Civil, ni en los que inmediatamente le siguieron, se consideraron perdidos los derechos que asistían al señor obispo a ser enterrado en la Capilla Mayor, debiendo pasar, por tanto, a ser inhumado en el coro. La determinación del lugar y fecha se dejó a voluntad de los actuales representantes del finado, excelentísimos señores condes de Benalúa.»
El caso es que el cuerpo del buen obispo, momificado y revestido de pontifical, yace todavía en una cajonera sellada, en el lateral izquierdo de la capilla. (El arcón fue abierto por última vez en 1926, con motivo de la visita que S. M. Don Alfonso XIII hizo a Jaén.)
No sería mal tema para una sutil elegía el del prelado «gótico», a cuyos restos fue denegada sepultura en la capilla renaciente de la ciudad de Jaén. Cuatro siglos ha que el obispo constructor reclama para sus huesos el definitivo reposo. ¿Y para su nombre? Hora es ya de que la nobleza de un mármol suntuario acoja, para la perennidad, el acariciante, sugestivo, maravilloso nombre: don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce.
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