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EL CID Y LOS CERROS DE ÚBEDA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 12 de marzo de 1959

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Es ya moneda gastada en nuestro idioma la frase que alude a los cerros de Úbeda; pero, ¿quién la acuñó? «Sa­lir por los cerros de Úbeda...» Usamos todos, con pru­dente frecuencia, del dicho, más erudito que popular, ciertamente, del que, sin embargo, según parece, no se ha encontrado todavía el origen cierto. La revista Paisaje, que dirige en Jaén el versadísimo cronista de la provincia, don Luis González López, abordó hace unos meses la cuestión, sin que las respuestas de las personalidades que fueron solicitadas en demanda de su opinión aclarasen, precisa y suficientemente, nada al respecto. «¿Qué hay de los cerros de Úbeda?», preguntaba Paisaje.

Para buscarle sentido —ya se sabe que «salir por los cerros» es una locución que se aplica a quienes contestan sin haberse enterado de la pregunta o, mejor, a quienes toman un rumbo inesperado e incongruente en el discurso de sus palabras o en la comisión de sus actos—, para buscar un sentido a la frase, digo, no faltaron antaño comentadores que empezaron por negar la realidad de los «cerros de Úbeda». Así, aquel historiador de inolvidable recuerdo en el Santo Reino, político eminente también, diputado a Cortes en varias legislaturas, que se llamó don Rafael Gallego-Díaz, interpretó con regocijante ironía esta peregrina versión al situar el «suceso» en los días de la Reconquista, cuando Alfonso VIII se disponía a apoderarse de Úbeda. El relato tiene sus puntos de pintores­quismo: casi se podía hacer de él una novela mala... Militaba en las filas cristianas, a las órdenes del Rey, un joven caudillo, Alvar Fáñez, «El Mozo», cuyo cometido radicaba en vigilar, asistido de sus huestes, un valle al sur de la ciudad, atento a la misión de cortar la retirada," cuando se produjese, de las tropas derrotadas del Islam. Una tarde, Alvar sorprende a través de un bosquecillo a una bellísima muchacha mora. Imagine el lector la «línea de menor resistencia». Ambos quedan enamorados, pues. Un flechazo si los hay; flechazo inminente, mutuo. Sin mediar más expedientes —¿para qué?—, la belleza morena y el guerrero quedan citados para fecha próxima en la misma torre de la Fátima..., y resulta fatal la cir­cunstancia de que, precisamente el día de la entrevista, recibe Alvar Fáñez la orden de operar. Dura colisión. «El Mozo» opta, no obstante, sin demasiadas dubitaciones; por el amor, desatendiendo sus deberes castrenses. Y al día siguiente —siempre hay un «día siguiente»—el fazeñoso galán contesta despistado y melancólico, desvaído, a los reproches reales cuando Alfonso, requerida su pre­sencia, pregúntale hacia dónde había guiado sus pasos* al desertar del perentorio servicio que le fue encomenda­do. La respuesta del caballero es: «Por esos cerros, señor». «Sin dar en la cuenta —dice el cronista burlón de la le­yenda— de que ellos no existían.»

Naturalmente, a la locución de marras se le encuentra así un origen expreso y una explicación meridiana. Por­que si no existen los cerros de Úbeda, supone ya un des­piste de bastante graduación aludir a ellos como a una cosa tangible y, precisamente, aludir a ellos desde los mismos campos de Úbeda. Claro está que si Alvar Fáñez asegura haber estado «por esos cerros» inexistentes, su genialidad de guerrero distraído en nada tiene que envi­diar a las genialidades de los sabios distraídos. Pero...

Pero los cerros de Úbeda existen, caramba. Están ahí. Tan están ahí, que otro historiador de imborrable memo­ria, don Joaquín Ruiz Jiménez, escribió una vez de ellos: «Los montes ebdetanos o cerros de Úbeda surgen algo después del período mioceno como un islote de tipo exógeno». Un acta de nacimiento así de contundente, una inscripción así de clara en el registro de la Geogenia, ¿la tienen acaso todos los cerros?

Alvar Fáñez no era un despistado. Alvar Fáñez vio cerros cuando dijo cerros. Así es que, «¿qué hay de los "cerros de Úbeda"?» «Suspense»...

Pero, aprovechando la ocasión de que la figura gloriosa del Cid Campeador ha vuelto a airearse entre nosotros, queremos aludir a otra versión de los «cerros de Úbeda», quizás menos conocida, y que ya no parte, por supuesto, de la inexistencia, imposible de demostrar, de los tales.

Don Lorenzo Polaino Ortega, investigador y escritor de alcurnia, cazorleño residente en Sevilla, director de la revista Guad-el-kebir, relata otra leyenda, según la cual el origen de la frase se ilustra de un parentesco glorioso con el Cid Campeador. Sabido es que allá por el año 1091, el Rey Alfonso VI, amigo por entonces de Ebn-Abed, emir de Sevilla, intentó apoderarse de Granada. Fracasado su propósito, acampó, de regreso, en Úbeda. El Cid, que en su afán de reconciliarse con el Monarca había dejado el cerco de Liria para aprestarse en su ayuda, siguió a dis­tancia el movimiento de las tropas reales, hasta el punto de que el Rey tomó este hecho de la «distancia» como una descortesía y se enojó, aunque sin decir palabra, con el Campeador. Y cuando antes de reemprender la ruta a Toledo Alfonso VI acampa en el castillo de Úbeda, el Cid sitúa sus tiendas «en el llano, junto al mismo río», cir­cunstancia ésta que fulmina, al fin, el coraje del Rey. Don Ramón Menéndez Pidal, lo cuenta en España del Cid: «Al ver de nuevo este ademán de osada confianza, el Rey fue incapaz de contener su enojo, y cuando el Cid subió a saludarle, le recibió ásperamente; echándole en rostro muchas faltas imaginarias, le injurió con voces descom­puestas, y cuantas más excusas exponía el Campeador, más se agriaba en su ira Alfonso».

Pues bien; Polaino Ortega, al recoger la leyenda, cuen­ta que como el Rey, acampado en Úbeda, esperaba que el Cid se hubiese situado en otro emplazamiento y hubiese acudido por tanto a su encuentro en otra dirección, extra­ñado ante la inesperada actitud del mismo, le dijo: «Pero, ¿por dónde salís ahora, don Rodrigo?» «Señor, por los cerros de Úbeda», le contestó el Cid. Y por eso, desde en­tonces, cualquiera que da un sesgo inesperado y más o menos ingenuo a sus hechos o razones, «sale por los ce­rros de Úbeda».

Hay muchas más versiones sobre el origen de la frase. Pero hacemos gracia al lector de no transcribirlas. Nin­guna convence de verdad... Ahora —eso sí— los cerros ahí están.