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SILLON DE RUEDAS»

Juan Pasquau Guerrero

en Medio sin identificar. 25 de febrero de 1969

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(Carta a un escritor paralítico)

Sillón de ruedas es el título de un libro, escrito por Manuel Lozano Garrido y recientemente edita­do en Barcelona. Manuel Lozano, todavía muy jo­ven, vive en Linares, paralítico desde hace bastan­tes años. Ha escrito esta obra —cuenta su prolo­guista— con la pluma cogida por una goma a un solo dedo de la mano izquierda. El autor ha con­vertido su desventura en pura «aventura»..., cuyo insospechado horizonte religioso se refleja en vein­tiocho capítulos cargadísimos de ideas, de una den­sidad conceptual tan apretada, que oscurece, a ra­tos, los caminos de su prosa, en extremo fértil y sugerente.

Estoy leyendo tu libro, Manuel Lozano. No sé cuándo terminaré de leerlo. A lo mejor, nunca. Nunca, porque Sillón de ruedas no es una novela. Una novela que «pasa sola», deslizante, para la pronta digestión y para el ol­vido... Tu libro, más bien, es para degustado lentamente, para masticado sin prisas. Tú, Manuel Lozano, ¿has aca­bado ya de leer el Evangelio? Pues eso, un poco, nos pasa con Sillón de ruedas. No es que su lectura ocupe una tar­de o una noche completas. Si yo te dijera que su deglución puede formar parte integrante de las tareas de toda una vida, me llamarías exagerado. Y no es, exactamente, eso. Es que tu obra, para muchos de nosotros, tiene segura­mente un carácter fundamental formativo. No es para el estante de la biblioteca. Es para la mesa de trabajo, ¿en­tiendes?
¡Qué fácil, Manuel Lozano, te hubiera sido escribir un volumen anecdótico, más o menos interesante, acerca de tu «experiencia»! Tendría esa nota de «amenidad» —¡ca­ramba con la amenidad!— que hoy reclama, como el pan de cada día, el lector medio. Pero tú no has hecho de tu dolor materia de reportaje. Ni has dado «declaraciones» expresas sobre tu particular situación. Ni has contado demasiadas «cosas». Ni te has salido por los «cerros di Úbeda»... para que te lean... en Úbeda. Creo que está claro. No le regalas a la gente, como se dice con frase horrible, «por mitad del gusto». No haces concesiones al paladar estragado —simplista o no— de la mayoría.
Lo que tú has escrito es, nada más y nada menos, un libro de espiritualidad. Y la espiritualidad, amigo mío, es una cosa difícil. Algo que exige conceptos, ideas... y voluntad. Algo que demanda horas y horas de trabajo. Tú tienes «hecha» tu espiritualidad, no a base de impresiones fugaces o de virtudes de prontuario; tú la has forjado dolorosamente, con «aprendizaje y heroísmo». Y por eso tu obra, reflejo de tu estado de ánimo, no podía elegir la línea de menor resistencia. ¿Verdad que conoces muchos libros, con pretensiones formativas, jflasmados a base de palabras-sorpresa, de máximas ingeniosas, de hallazgos metafóricos? Eso deslumhra, pero luego... Perdóname el símil taurino —impropio quizás en este caso—, pero yo creo que los escritores de esa laya (esos del reportaje amenísimo, o los otros —Osear Wilde a la vista— del «dribling» paradójico, del regate léxico, de la alusión efectista) no hacen sino torear brillantemente, de capa, a los temas. Pero algunos temas exigen faena, piden aguante, reclaman... la muleta. Me parece que tú, Manuel Lozano, ante todo, eres un excelente muletero literario: es decir, un pensador de nervio, un meditativo que, sere­namente, «obligas». Y renuncias al adorno, a la pinture­ría. Y a los pases mirando al tendido. De otra parte, y puestos a señalar posibles analogías, ¿quieres que te diga una cosa? Más me recuerda tu prosa, espesa de pensa­miento, la de un Bernanos que la de un Gustave Thibón, por ejemplo. Yo admiro a Thibón, de una pureza con­ceptual extraordinaria, pero lo entiendo demasiado bien, y esto no termina de gustarme. Creo que la materia com­pleja que un tema religioso supone es, en todo caso, algo difícil y pedregoso. Por lo demás, no se narra una intimi­dad como se cuenta un partido de fútbol. No se refiere una vivencia ascética con la prontitud y la soltura con que se describe un suceso callejero o una verbena. El pro­ceso de perfección espiritual es vivo, pero rara vez vivaz. Tu estilo recuerda el de Bernanos; a veces, quizá, el de Graham Greene. Ni un asomo de reminiscencias chestertonianas —por grande que sea tu devoción hacia el pole­mista inglés— en tu manera. Chesterton encanta por su malabarismo y por su «chispa», por su sano humor rubi­cundo, más que por su hondura. Chesterton es un escritor alegre, y la verdad es que, por mucho que nos empeñemos en contrario, la espiritualidad es dolorosa. Gloriosamente dolorosa, pero sustancialmente dolorosa. No hay que con­fundir, creo, dolor con pesimismo. El cristiano es esen­cialmente optimista, pero hay una angustia en su hondón metafísico o no hay cristiano. Luego, en ese bloque de angustia, el cristiano esculpe la imagen vigorosa de la Esperanza quitando, como Miguel Ángel al mármol, «todo lo que sobra». Pero no hay una versión más genuina del Cristo que la de Cristo Crucificado. Un cristiano, si ha de merecer enteramente su nombre, ha de serlo en carne viva, con su cruz y su calvario. Y lo demás es compo­nenda.
De seguro que tu espiritualidad, Manuel Lozano, cin­celada en la materia prima del sufrimiento, exigía un libro como Sillón de ruedas, rezumante de optimismo, sí, pero enraizado en la verdad insalvable del dolor. Dolor que, penetrado de Fe, ha transfigurado tu existencia. Aho­ra ocurre que nosotros, neófitos, no sabemos entenderlo del todo, porque carecemos de tu tremenda experiencia. El dolor es una ciencia. Y tú lo dices de un modo impre­sionante que pone escalofríos en nuestra blandura, en nuestro dengue, en nuestro raquitismo... Tú lo dices: «La inutilidad exige un aprendizaje que pone a contribución todas las potencias naturales. Se llega a paralítico como se logra un título de ajustador, tallista o ingeniero».

De momento, Manuel Lozano, uno ya sabe, después de leer algunos capítulos de tu libro, que el dolor no es una limitación, sino un medio portentoso de ampliar nuestra capacidad íntima. El dolor es la «cámara oscura» para el daguerrotipo de la Gracia. El dolor es una fuente de cono­cimiento. Y uno que creía que el dolor estaba ahí para es­pantarlo como se espanta a una mosca.

Ya conozco, Manuel Lozano, que, a pesar de vivir en un «valle de lágrimas» sé poquísimo de la ciencia del dolor, sé poquísimo del dolor mismo ...Seguiré leyendo tu libro. Creo que no terminaré nunca de leerlo. Creo que no lo voy a relegar jamás al estante. Tú —amigo— eres un titulado del dolor. Y nosotros, aprendices...