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EL REY SOL Y UNA ESPAÑOLA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 18 de mayo de 1963

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No se trata —anticipémoslo— de una historia galan­te. Ni en este caso la española, de nombre María de Mo­lina, llegó a ceñir corona, si bien formó parte bastante tiempo de la Corte de un gran Rey. Para decir verdad, tampoco debió de parecer lo que se llama una mujer «agraciada». El padre Manuel de San Jerónimo escribe: «No la dotó el cielo de hermosura porque es complicación y riña de los astros concurrir todos juntos, y Minerva y Venus suelen andar discordes». En lo que sí hubiera po­dido competir con su homónima, la Regente de Castilla, es en prudente disposición de ánimo. El mismo autor la retrata «muy juyciosa, callada y con mucha gala discreta».

Pues, ¿quién era esta señora? Realmente, las noticias que existen de su infancia nos presentan una María de Molina de origen en extremo modesto. Su familia no es cepa de noble alcurnia. Ni el dinero —que ya empezaba por aquel entonces a promulgar «poderosos caballeros»— hubiera podido eximirla del anonimato, porque a los diez años María de Molina, radicalmente pobre no pasaba de ser una niñera; lo que se dice una «criada», a sueldo de los marqueses de Camarasa. Esto, en 1635. ¿Cómo en 1660 la encontramos en el cortejo que acompaña a María Tere­sa en su viaje a Francia, cuando la hija de Felipe IV va a unir su destino al del príncipe más poderoso de la tie­rra?... Pero dos años después, en 1662, nuestra doncella ha adquirido tal prestigio en Versalles que de ella, con altisonante énfasis, se dan a la letra impresa estas pala­bras: «Sus personales prendas pudieran ser imbidia de las Matronas Romanas, Cartagineses y Sabinas; y cuantas en el templo de la discreción merecieron estatua...»

No; no sabemos de ninguna estatua de doña María de Molina, aunque hubiera sido bonito que al menos su pue­blo natal se la dedicase. Veamos qué sucedió para que la española de humildísima cuna llegara a alcanzar un pues­to de rango en la Corte del Rey Sol.

Por supuesto, esta mujer no fue, como alguien pudiera maliciosamente sospechar al no estar en antecedentes, una Maintenón de Tercera —o de cuarta— División. María de Molina (lo hemos dicho) no es un dechado de perfec­ciones físicas. Además, su nombre brilla en todo instante como ejemplo de honestidad. Fue muy otro el camino de la dama de la Reina de Francia. Y ciertamente conforta pensar —ahora y siempre— que la virtud logra resonancia y obtiene recompensas aún en los lugares y en las ocasio­nes que presumiríamos acotados para el triunfo de la liviandad, de la frivolidad o de la ligereza de buen tono.

La ruta ascensional de María de Molina es de una faci­lidad tan difícil... Había nacido en Úbeda, y en esta ciu­dad ocupa una posición ínfima en la servidumbre de Camarasa, título que ostenta a la sazón don Diego de los Cobos, descendiente del comendador mayor de León, don Francisco de los Cobos y Molina, secretario de Estado del Emperador Carlos I. Era su misión la de cuidar del primogénito don Baltasar, y tan imprescindible se hizo en su cometido, que cuando en 1635 los marqueses empren­dieron viaje a Madrid, María de Molina ocupa un sitio en la carroza al lado mismo del pequeño heredero. Claro aparece que ya en la capital de España la ubetense, siem­pre en la «casa de sus señores», despliega sus talentosas dotes de prudencia y gracia, y pronto es conocida en la Corte de los Austrias. Junto a sus cualidades morales, la simpatía fue la base de su fama. La simpatía y el donaire. (El donaire debía de constituir una gracia específica de muchas mujeres de la época: nuestros clásicos emplean mucho la palabra que respondía, de seguro, a una psico­logía femenil bien definida. Ahora, al desaparecer casi el vocablo, ¿habrá caducado realmente el donaire?) De cual­quier forma, la ponderada discreción de María de Molina es de esas que Salamanca acrecienta —acrecienta tan sólo—, de esas que Salamanca no da. Y tal fue su sentido de «adaptación», tal la irradiación de su bien timbrado espíritu, que cuando María Teresa de Austria elige sus damas, próximo su matrimonio, no vacila en «seleccio­nar» para su Corte de Francia a la antigua niñera de don Baltasar de los Cobos. La meta ha sido cubierta. Luego, en Versalles, María de Molina suscitará —parece que sin proponérselo— la misma egregia admiración.

Pero cabe la pregunta: ¿Nada más por su gracia, por su simpatía, por su «donaire», esta mujer se convierte en gran señora?

¡Ah!, pues... hay otra cosa, y a eso vamos. Existe en ella «un nuevo don de que adornarse», «una espléndida voz de preciosa suavidad y educada en buena escuela». El citado fray Manuel de San Jerónimo lo atestigua a su modo con cierto y leve pintoresquismo: «Suplía —dice— su agrado y discreción de los oídos, lo que el gusto hecha-va menos en los ojos...» Es por eso por lo que, en 1662, sus panegiristas nos la muestran cantando un motete en la capilla de los Reyes de Francia, ante toda la Corte. «Con amor, con dulzura, con fuego, cantó llorando y cantó a torrentes», leemos en una referencia del suceso que escri­be Lazarillo de Madrid, quien agrega: «Sintióse el Rey Sol tan pequeño y tan mortal en aquel momento, que quiso hacer alarde de generosidad y nobleza, y prometió a Dios conceder a la española lo que le quisiera pedir».

El barón de Montesquieu dice de Luis XIV que «su alma era mayor que su espíritu». Grande fue su alma en esta ocasión. La española «quería una joya digna del Rey Sol y digna de España...; la joya fue una custodia». Dícese que la misma que se ostentaba durante aquella función religiosa en la capilla de Versalles. El hecho es que Luis XIV cumplió lo prometido. María de Molina, enton­ces, regaló la custodia a la iglesia en que había sido bau­tizada —Santa María de los Reales Alcázares de Úbeda—, de cuyo tesoro artístico formó parte hasta julio de 1936, en que fue destruida... Estaba labrada en oro y plata y cuajada de piedras preciosas: 385 diamantes, 165 rubíes, un jacinto y cinco zafiros; el viril representaba un sol, cuyos rasgos eran de pedrería. (El orfebre don José Merlo ha plasmado, para el Corpus de 1963, una custodia que reproduce muy fielmente a la desaparecida; y el párroco de la iglesia en que María de Molina fue bautizada el 5 de noviembre de 1625, don Diego García Hidalgo, inicia, asis­tido de sus feligreses, la empresa de enriquecerla con un realce de piedras preciosas que recuerde al que mostraba la ofrecida por el Rey Sol.)

Montesquieu, cuando escribe del Soberano de Francia que «su alma era mayor que su espíritu», cuida de añadir: «Pero Madame de Maitenón rebajaba constantemente su alma para ponerla a punto». Bueno, pero alguna vez pudo ser distinto, ¿no? Habría ocasiones en que, quizá, sucedería lo contrario. Al menos una española —María de Molina— consiguió un día elevar el espíritu del Rey Sol hasta ponerlo «a punto» con su alma. Un motete fue la causa. Y la señal, una custodia.