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Úbeda

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La PLAZA DE VÁZQUEZ DE MOLINA

Juan Pasquau Guerrero

en Medio sin identificar. En torno a 1960

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Es una plaza para la colaboración del cielo y la his­toria... La Historia —tan versátil— se solemnizó de pie­dra, se aquietó en Arte. Y cada hora el cielo —celajes violetas del amanecer, nidios profundos de la mañana esplendente, arreboles ebrios del ocaso; cielos plúmbeos de noviembre, cielos manchados de la luna de Nisán, rotundos fervores azules de mayo, fatigados crepúsculos de plenitud estival—, cada «momento», el cielo matiza de fulgores inestrenados a esta monumental plaza, cuajada en serenidades, sedimentada de teologías y de huma­nismos...
Está ahí como un paradigma de armonía, pautada de silencios fecundos, absorta en su «tempo», modulada de su música interior. Está ahí como un lago apartado y extático, tremente de percusiones hondas. Está ahí como una admonición, como una llamada a la concordia, como una invitación a la elegancia. A la elegancia del espíritu.

Merece la pena venir a Úbeda, aunque fuese sólo por visitar la plaza de Santa María. Pero si tuviésemos que encasillarla en un «tipo», si quisiéramos asimilar su ca­rácter al de otras famosas plazas conocidas, apenas logra­ríamos el propósito.

(El viajero que se encara con la plaza de Vázquez con­serva, probablemente, en el recuerdo el encanto de otras plazas maravillosas. El viajero ha estado en la plaza de España de Santiago de Compostela, en la Mayor de Sala­manca... Trae rociada la imaginación de impresiones in­olvidables. Al invitarle nosotros para que visite la nuestra puede figurarse que la de aquí es un remedo, más o menos feliz, de aquellas otras antológicas. O quizá piensa inte­riormente que la plaza de Vázquez de Molina es un rincón más, un reducto entre recoleto y poético, que la exalta­ción localista de los nativos quiere aupar desmesurada­mente, llevada de un natural y explicable entusiasmo. Más de una vez hemos conducido al forastero a visitar nuestra plaza, ponderándole de antemano su valor. Y entonces el viajero ha accedido un poco resignado, un mucho cortés. Naturalmente, después, al contemplarla, ha agradecido sincerísimamente, en todos los casos, que le llevemos allí.)

No se parece la plaza de Santa María a las otras estu­pendas que el viajero trae en el recuerdo. Tiene «clisé» propio, un clisé que no se ha revelado nunca. Es por esto, el primer pasmo del visitante, un poco excéptico respecto a originalidades, porque, seguro, él «no se esperaba esto».
Plaza docente es, en el más noble sentido de la palabra, la nuestra de Vázquez de Molina. Plaza que educa a las generaciones ubetenses con una perfecta lección de orto­doxia estética y ética. Un equilibrio ponderado enseña su tesis de armonía en las mismas piedras de sus monu­mentos. El Renacimiento, sin desinencias viciosas, declina en el palacio de las Cadenas su palabra exacta, su mensaje escueto. En frente, Santa María de los Reales Alcázares encaja —sin alterar su fisonomía— todos los modos de la historia del arte. Diríase que ha asimilado los estilos con «estilo», con personalidad; porque donde el templo de Santa María no es bello es original. Y donde resulta extraño acusa un destello curioso de novedad; nunca una vulgaridad.

La lección parcial de la iglesia del Salvador —dentro del curso vario de la plaza toda— es una lección fulgu­rante, de una dorada y lujosa facundia. Cerca del palacio de las Cadenas, asentado de cimientos lacónicos, el Sal­vador rompe a hablar con la más fértil de las oratorias; lenguaje el suyo pleno de expresivismos, propio de una época en que el gusto clásico enriquecido despliega su estela luminosa.

Unidad en la variedad. He aquí la tesis doctoral de la plaza de Vázquez de Molina.