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EN EL CONVENTO DE SANTA CLARA

Juan Pasquau Guerrero

en Revista Vbeda. Año 3, núm. 31. Julio de 1952

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¿Qué había dentro? Los días —días de feria— eran largos, largos, porque eran días de chiquillo, días de niño, y ya se sabe que los paralelos de las horas se ensanchan en la infancia —trópico vital— y se van reduciendo hacia el polo, hacia la vejez nevada.

Los días de feria eran largos; al final, a prima noche, era la ficción regocijante de marionetas, en la plaza adus­ta, junto a los muros conventuales de Santa Clara. Toda algazara y pitos de goma, la plaza antigua se iluminaba de ingenuidad, en eclosión de chiquillos. Pero..., ¿qué había dentro? Aquellos muros, negros en la noche, fantas­males, imponentes; aquellos muros que servían de fondo al teatrillo de marionetas, ¿qué encerraban?

Nuestra fantasía de niños se prendía, se enredaba en las peripecias del guiñol; «salía una guerra y una corrida de toros, y una «borracha», y... de pronto, empezaba un concierto triste de campanas en la enrejada espadaña. Eran tañidos como balidos, balidos místicos. Dos campa­nas de delgada acordancia, insinuante, irrumpiendo en la fiesta bullanguera. ¿Por qué nuestra fantasía virgen vo­laba, entonces, un momento, hacia adentro, traspasaba los muros monásticos? La abuela nos lo había dicho mu­chas veces: «Dentro están las monjitas; no saldrán del convento, ni cuando se mueran; las enterrarán allí». «Las enterrarán allí...» Y, casi sin pensarlo, forjábamos una leyenda misteriosa. Nos daban un poquito de miedo las monjas que había «enterradas allí», bajo los cipreses que alzaban su ofrenda por encima de los muros sombríos. Luego, pasada la feria, en las noches lluviosas, oíamos, en el umbral del sueño, el tañido de las dos campanitas de las monjas... ¿Las tañían las monjitas vivas? ¿Las tañían las monjitas muertas?

Ya maduros, lejana la infancia, hemos visitado una vez, por raro privilegio, el convento de clausura. Eramos leprosos del mundo en aquella mansión azul; una campanita avisó nuestra visita, y las monjitas huyeron del huer­to; ni las podíamos ver, ni ellas nos podían ver a nos­otros. Dentro, nada más, encontramos el patio, ese reducto florecido de perfumes castos, ese silencio. Y re­cordamos los días de la infancia, cuando el teatro de marionetas. Y sentimos nuestro espíritu cercado por los espíritus de las religiosas muertas, «enterradas allí»...