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Excursión a Pedro Antonio de Alarcón

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 6 de abril de 1972

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MUY bien se ha dicho que Pedro Antonio de Alarcón "descubrió", hace un siglo, la Alpujarra, ya que él fue quien verdadera y auténticamente supo acercarse a este trozo entrañable de la geografía andaluza. No es fácil —no lo es nunca del todo— saber acercarse a un paisaje. Diríase que hoy pasamos ante todas las bellezas sin, realmente, lograr captarlas en deleitosa e íntima contemplación. Muy viajeros todos, muy visitadores, nuestro conocimiento de campos, ciudades, playas, monumentos es, más bien, somero. ¿Valdría más visitar menos e intimar más con los lugares a que la vacación o el ex­cursionismo nos lleva? Bien; Pedro Antonio de Alarcón no fue a la Alpu­jarra en visita de cumplido. Tan amo­rosa fue la visita que buena parte de la obra del novelista está fecundada por estos parajes. Yo creo que hasta el mismo estilo de Pedro Antonio de Alarcón está como inspirado por la claridad, por la nitidez, por la altura, por la transparencia alpujarreña. Hi­pólito Taine era un ferviente del determinismo geográfico; pensaba que para el producto de la obra literaria el principal factor es el clima. Ni Mis­tral hubiera podido escribir —según él— "Mireya" fuera de Provenza; ni Ibsen hubiera acertado con "Juan Ga­briel Bormann" si su vida se hubie­se desenvuelto diez grados de latitud más al Sur; ni Rousseau hubiera dado jamas en el trópico su "Contrato Social". Exageraba sin duda Taine; sin embargo, la influencia del medio (evitable y algunas veces evitada) es­tá presente la mayoría de las veces en cualquier obra artística. Y quién sabe si los mismos inventos científicos lle­gan parcialmente condicionados por el "habitat" geográfico. Por ejemplo, creo, es trabajoso concebir a Arquímedes dando forma a su famoso princi­pio en un pueblo de la meseta cas­taña.

Pedro Antonio de Alarcón se "acer­có" —para acercárnosla— a la Alpu­jarra. Y uno, hoy, desde aquí, se pre­gunta: ¿Nos acercamos mucho los lec­tores actuales a Pedro Antonio de Alarcón? ¿No es necesaria, acaso, una campaña —llamémosla, si queréis, una excursión que nos descubra o nos re­descubra los egregios valores del nove­lista granadino?

Es precaria la cultura literaria del español medio respecto a la literatura del XIX. Ni el romanticismo ni el pos­romanticismo nuestros han sido quizá suficientemente estudiados. Y, así, sal­vo unos cuantos nombres (Bécquer fue el más afortunado en el naufra­gio), poco sabemos o poco queremos saber de este período no desdeñable de nuestras letras. Más "moderno" Alar­cón —ni romántico, ni pos-románti­co—, tampoco cabe incluirle, como a doña Emilia, en la tendencia natura­lista que apunta hacia el último ter­cio del siglo. ("El sombrero de tres picos" fue escrito justamente en 1874, al borde de la Restauración; cuando la tronada positivista se hace bastante audible en nuestras letras; cuando el ferrocarril, tras sus primeros pinitos, empieza a extender su red por nues­tra patria; cuando en Andalucía la política agraria olivarera comienza casi a monopolizar los cultivos). Digo que Alarcón, talento literario con ta­lante independiente, a bastantes le­guas del apogeo romántico, está en las mismas cercanías de nuestra épo­ca. Su humor, su estilo directo, hasta el temario de sus obras, le hacen en­teramente legible para el hombre de nuestro tiempo. Quizá don Juan Valera es más elegante, pero sutiliza de­masiado y sus núcleos ideológicos se licúan en el disolvente escéptico. El mismo Galdós, nacido diez años des­pués de Alarcón, cuya obra abundan­tísima fulgura como es sabido en acier­tos poco menos que geniales, adolece, en otras ocasiones de esos "agarbanzamientos" que muchos devotos suyos niegan, pero que precisa una miopía para no constatarlos. Sin seguir con el recuento de nuestros escritores o no­velistas más o menos próximos que formaban parte de su entorno, cabe decir que hay un mucho de preteri­ción en la fama de Alarcón con res­pecto a sus coetáneos. Si a Valera o a Galdós se les pone un diez, ¿por qué no poner un nueve por lo menos al autor de "El Clavo", de "El escándalo, de "La pródiga".

Es posible que si se hubiera hecho de Pedro Antonio de Alarcón bandera de algo, su fama sería mayor y ha­bría aumentado el número de sus lec­tores. Pero el redescubridor de la Al­pujarra, era ante todo un hombre de buen sentido, lejos de cualquier extre­mismo. De otra parte, en Alarcón subsisten todavía arraigados ideales. Hijo de su tiempo no es, sin embargo, un "cronólatra" y hasta al mismo li­beralismo lo toma con calma. Todavía hay en Pedro Antonio de Alarcón —en sus novelas— clérigos potables y hasta clérigos virtuosos, próximos a la san­tidad. (Unos años después, a lo largo de su numerosa obra, don Pío Baroja llegará con un ácido y su raedera y no dejará a un sacerdote decente. Es curioso el censo de curas de las nove­las de Baroja. Si se hiciera una esta­dística, el noventa y nueve por ciento son brutales, obtusos, hipócritas, tor­pes, desgraciados, incultos. El anticle­ricalismo de Baroja es tan absoluto, tan sin resquicios, que por excesivo, además de falseado, resulta divertido.)

¿Son el sentido de ponderación, el realismo, la discreción de Alarcón, cua­lidades que no le hacen enteramente apetecible al lector radicalizado de ahora? Pocos ironistas hay en nues­tra literatura tan preclaros como él. Tan preclaros y tan claros. Además, en nuestro novelista se ve la bondad a través de la inteligencia. La porosi­dad de su prosa es paralela a la de su espíritu. Nada complicado, nada re­torcido, la corriente de familiaridad entre autor y lector se establece en se­guida en cualquiera de sus novelas. Que —hay que añadirlo— cuando sur­ge lo escabroso, nunca eligen el regato de la ordinariez.

Vuelvo a decirlo. Conviene —e in­cluso urge—, ahora, una "excursión" a D. Pedro Antonio de Alarcón, picacho un tanto olvidado de nuestra serranía literaria.