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CLARIDAD EN LA LUZ

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. (Diálogo) 27 de noviembre de 1976

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PABLO VI, en la reciente audiencia a los obispos andaluces, ha matizado sus consejos con estas pa­labras: claridad en la luz. El Papa, con harta fre­cuencia, tiene estos acier­tos de belleza y precisión. Creo que, por eso, hay que leer despacio sus encíclicas, cartas, discursos, exhorta­ciones. A poca atención y detenimien­to que a su consideración se conce­da, surge la sorpresa ante el hallazgo de un pareamiento de palabras que, como en este caso, al juntar sus res­pectivas significaciones sencillas, sin­tetizan un prodigio léxico y, al par, una apelación a la hondura; es decir, a la meditación.

Pero al principio, se dirá, hay co­mo una redundancia, una tautología, en esto. ¿Claridad en la luz? ¿Acaso no hay luz en la claridad? Y, ¿es que puede producirse una claridad sin luz? ¿Claridad y luz no son una mis­ma cosa?

No son una misma cosa, ni en el as­pecto físico, ni en el aspecto racio­nal, ni en el moral. No son siete cla­ridades distintas los siete colores del arco iris. Es que los colores no son la luz, sino partes alícuotas —diría­mos— de la luz. De otra parte, el blanco total —composición de los sie­te colores—, si bien es luz, no alcan­za todavía la categoría de claridad. La claridad es algo inefable que so­brenada la luz. La luz es una "lógi­ca visual" más bien externa, mientras que la claridad es —si se me permi­te la licencia literaria— un estallido interno que salta de la luz para en­volverla, asumirla, inundarla, trans­figurarla.

En lo racional hay verdades lumi­nosas, pero no por eso, necesaria­mente, resplandecientes de claridad. Cualquier ley o principio físico, arro­ja luz; pero nada más, en las mate­máticas, surge de los teoremas una absoluta claridad racional. Eran es­tas claridades cartesianas, o leibnizianas, las que despertaban en Spinoza el entusiasmo de la inteligencia, a un pa­so —como él creía— del "amor inte­lectual de Dios".

Más manifiesta me parece la dis­tinción de luz y claridad en cuanto a verdades, virtudes y creencias religio­sas se trata. En la fe, concretamente, los racionalistas se conformarían con la luz, a los artistas les bastaría el co­lor. Pero los espirituales demandan, ante todo, claridad. La fe es ciencia que se aprende —o aprehende— de distintas maneras. "La música amasa y da fermento a mis creencias", dice un melómano. Por eso, los devotos de Bach, se hacen generalmente, antes o después, devotos cristianos. Sin em­bargo, una fe así es débil y sin raí­ces. Es una fe de color. ¿No están los que se enfervorizan con el verde de una esperanza, con el rojo pasional de una emoción, con la melancolía violeta de un atardecer de los afectos? Son "gracias" ocasionales y subalter­nas, que sirven, pero que no bastan para el mantenido tesón de una vida que quiere nutrirse de teologales sus­tentos. "Dios está azul", escribía Juan Ramón Jiménez. Es a este Dios —al azul— al que todos adoramos en nues­tros matinales momentos exultantes. Hoy, en este tiempo de talante irre­ligioso, para comunicar el mensaje, hay que poner luz en el color, lógica en los sentimientos que nos acercan a lo divino. Hay que proyectar lumi­nosidad en el corazón versátil que se acerca o aleja de las verdades, según el color del cristal. Del cristal con que mira o razona. Pero, además —un gra­do más para que el Mensaje acometa el "abordaje"—, urge claridad. Urge inundación. Inundación de certezas que no se hacen de simple racionali­dad, sino que suponen ímpetu, fuerza, hervor, gracia. Es lo difícil y por eso1 es lo seguro.

Sé que en muchos empeños pastora­les modernos hay una procura anhe­lante de colores y de luces. Por ejem­plo, casi todos nuestros teólogos se han hecho sociólogos para impregnar de sápidas adherencias y de vincula­ciones pragmáticas a las verdades cristianas. Así se preconiza, a veces, un cristianismo que tiene sabor polí­tico. No es eso, no puede ser eso. La fe, por supuesto, no tiene color; no es de derechas ni de izquierdas, no es roja, ni azul... Otros teólogos, arran­can su pastoral de la psicología. Bus­can luz y agarraderas en la estructu­ra mental del hombre, Y eso es ex­celente. Pero si se atienen exclusiva­mente a ella; si tales "teólogos-psi­cólogos" se quedan ahí y dejan apar­tada, o ponen entre los respetos de un paréntesis, la consideración es enana, ambigua y ambiciosa. La palabra de Dios, para llegar a los hombres, tiene que contar quizá con lo que en el campo psicológico han dicho —por ejemplo— Freud, Adler o Jung. Pero creo que será gran error no proyectar sobre estos datos estricta claridad. Cenital claridad. Le decía yo hace unos días a un preparadísimo cate­quista que echo de menos la "tinta china" en la comunicación de las ver­dades religiosas, por parte de la catequética actual. Al decir "tinta chi­na", me refería a lo indeleble. En efecto, creo que hoy algunos respeta­bilísimos y sapientes varones, instru­yen más que predican y enseñan sin adoctrinar. ¿No está exigiendo nues­tro credo cristiano una pureza de principios? ¿No está demandando la exposición exigente —dogmática— de ciertos fundamentos que hay que co­locar con nitidez en primer plano, sin dejar que se nos pierdan entre equívocas transacciones y entre am­biguas coloraciones?

Si; naturalmente, también hay cla­ridad en la tinta. En la letra clara escrita con tinta china. El Papa, Pa­blo VI, ha pedido a los obispos an­daluces "claridad en la luz", para la enseñanza y la práctica de las verda­des religiosas. Exquisita matización lingüística, que corresponden a un fi­no y profundo propósito de autenti­cidades.

Dios no es azul, no es ni siquiera blanco. Y no tiene accidentalidad al­guna. El P. Martín Descalzo, escribía un libro con el título: "Dios es alegre". ¿Por qué? Dios no se nos asemeja. Vi­no para que tomáramos modelo en su humanidad. Dios está más allá de la alegría y de la tristeza, más allá de nuestros modos y estilos, de nuestros colores políticos, psicológicos o esté­ticos. Más allá del color porque es Luz. Y una Luz sobre las luces: es decir, una claridad, la Claridad.

Por supuesto —eso sí— claridad a la que, normalmente, no se llega sino a través de las "noches oscuras". Y ¿no es ése el trabajo de la fe y el pre­mio de la fe? Todo el cristianismo es una sublime paradoja, como decía Chesterton.