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DELINCUENCIA Y ESTADO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 30 de noviembre de 1976

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Se comparó la entrada de Ford al poder en U.S.A. a la subida de una persona a un avión en vuelo. No iba el nuevo presidente a po­ner nada en marcha ni te­nía tiempo para preparar­se. Tenía que limitarse —y "tener que limitarse" implica, paradójicamente, la mayor de las dificultades— a con­tinuar un vuelo, acelerándolo o fre­nándolo; imprimiéndole un ritmo, pero siempre ateniéndose a una ruta previa; y a hacer lo futuro un poco en función de lo ya hecho. Rectifi­cando, pero no anulando; proponien­do, y no rompiendo; en visión bifronte y con una mentalidad liberal y atenta al contorno que no podía ex­cusarse, sin embargo, de seguir el dictado de la propia convicción y del personal criterio.

Pero esto de subirse al avión —o al tren— en marcha, con la agilidad y con la elasticidad de músculo que supone,, es dificultad (o más bien "prueba") que ha de superar no ya Ford, sino cualquier gobernante. No ya cualquier gobernante político, si­no, en general, toda persona llamada a dirigir algo, a poner su trabajo y su iniciativa en una empresa. Iniciati­va, hemos escrito. No se puede del todo ser persona si en el magín no se cuecen iniciativas, si falta imagina­ción o creatividad para llevar a cabo un esfuerzo, o si no hay voluntad fervorosa que haga arder las ideas in­coadas, iniciadas. Empero, la iniciati­va no puede ser tan grande —o diríamos tan "pura" o tan nueva— que pueda prescindir de las circunstancias. Con ideas solamente, por limpias o ní­tidas que sean, no se hace el mundo. Quizá nada más Dios pudo convertir, sin apoyo de nada, su idea de la Crea­ción en la Creación misma. El hom­bre tiene que mirar a derecha e iz­quierda antes de hacer lo que quiere hacer. No se puede fiar de sus inédi­tas aportaciones de una manera to­tal, absoluta. Ilusión... y pies en la Tierra.

Mirada al frente, pero no tan he­roicamente lejana que se confundan perspectivas y no se dé espacio al aire. Estas son las recetas del realis­mo. Y no para poner cortapisas a la "iniciativa", sino, precisamente, pa­ra lograr que la iniciativa se inicie (y valga la expresión) con éxito. Es lo que olvidaba Don Quijote, hombre de iniciativas absolutas. Puede que la lo­cura —sea cual sea y por sublime que sea— no entrañe otra cosa que una iniciativa sin límite, aséptica, inconta­minada y sin gravedad (sin peso) en su cámara neumática. Aunque, ade­más de la iniciativa avasallante del loco, está la no menos exclusivista del tonto. También la tontura reclama plenos poderes para, sus propósitos, para sus criterios opacos, para sus aberraciones. El loco y el tonto —tan diferentes— se parecen, sin embargo, en que ni uno ni otro son capaces de subirse a un avión o a un tren en marcha. Es decir, ni el tonto ni el lo­co saben iniciar continuando. Por eso, ambos podrán soñar e incluso vivir soñando (soñando ideas el loco y so­ñando sus angosturas el necio), pero sería delito llamarles, convocarles, pa­ra pilotar un Gobierno, una misión, una comunidad. Ni siquiera un club de amigos. Ni siquiera un equipo de fút­bol o un equipo de cocina...

Pues, bueno. Nunca faltaron ejem­plos de tontos o de locos al frente de algo importante. Y los peores, los tonti-locos, como ese actual déspota sin frente, de cuyo nombre mejor es no acordarse en la cumbre de un Estado (?) africano. El tonti-loco no sola­mente ignora el arte de subirse en un avión en vuelo, sino que, al hacerse con él, quiere que el avión prescinda de las leyes de la aerostática y pre­tende someterle a una aerostática imaginada al gusto exclusivo del pi­loto. El tonti-lóco es ya un criminal. El tonti-loco quiere apagar con fuego y encender con agua. Y esto no es ya ir u obrar contra esto o lo otro. Es actuar en el mundo contra el mundo, en total desarticulación —desorden— y anarquía.

Cuenta en algún lugar Pitigrilli que existe una condecoración, un dis­tintivo, en Nepal —"la estrella de Nepal"— que confiere a los hombres de honradez probada y sobresaliente el derecho de hacer dar treinta azotes de bambú a quienes estimen conve­niente. En el fondo, esta facultad del azote al semejante, del castigo al hombre propinado por el hombre, es tan delicada que nada más las perso­nas de probidad garantizada debieran obtenerla. Pero, a veces, sucede al re­vés. Y de ahí viene la multiplicación de los males. En realidad, un régimen de castigos, incluso de castigos severísimos al delincuente, es necesario en un Estado. Pero un Estado civilizado se diferencia de un seudo-Estado bár­baro o salvaje en que en el primero se entiende bien qué es el Estado y qué es la delincuencia, y en el segun­do —caso del déspota aludido y de su Estado africano— se confunde la delincuencia con el Estado.