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El más destacado "best-seller" respecto a obras de pensamiento ha sido en recientes semanas, según una de nuestras más importantes revistas nacionales, es el libro "Amigos de Dios".
Su autor es monseñor Escrivá. Bien; el libro está constituido por una selección de homilías del fundador del Opus Dei; pero a don José María no le gustaba que le llamasen "autor". Según cuenta el prologuista del libro, "tenía el arte, también humano, de dar liebre por gato". Me resulta muy ajustada esta apreciación. A primera vista, siempre me ha parecido al enfrentarme con artículos, escritos u obras de monseñor que su propósito se aleja —diría yo que expresamente— de cualquier intención de deslumbramiento. No atrae, como los malos cazadores, con espejuelo. En este tiempo de estudiados énfasis, los autores buscan y rebuscan el título, la ilustración que "extravaga", el peralte tipográfico, la original presentación..., y luego, con frecuencia, dan gato por liebre. Escrivá sigue el método inverso. Sus libros suelen aparecer en simples volúmenes de color burdeos, los títulos no llaman a voces desde el centro de la actualidad rabiosa y, como éste que nos ocupa, "Amigos de Dios", tienen una simplicidad franciscana nada acorde con esos alardes circenses de la frase que ahora subyugan. Concretamente he abierto este libro de Escrivá y me he encontrado enseguida con cabezas de capítulo como las que siguen: "la grandeza de la vida corriente", "filiación divina", "Dios nos quiere santos", "cómo hacer oración". El temario es extraordinariamente interesante para los adentrados en la fe cristiana, pero ¿qué piensa el hombre corriente, sin especial inquietud religiosa —o que quiere una inquietud religiosa por las ramas—, si hojea unos instantes este libro? Si se deja llevar por un primer impulso de frivolidad, presumirá, a tenor con la escasa espectacularidad del volumen y de la lectura del índice, que se trata de un volver a lo sabido; de una incidencia más en las lecciones de un catecismo —antiguo— escasamente evolucionado que no tiene en cuenta la necesidad de "nuevas fórmulas" que con especial ahínco propugnan los progresistas. En resumen, puede pensarse, cuando no se es cauto para el juicio, que se trata de gato, de chorizo de gato.
Pues no: no es gato, que es liebre. Y no se trata de una broma de monseñor Escrivá. Es que él tiene esta humildad literaria. A las verdades religiosas les deja puestos los mismos letreros, porque en realidad son insustituibles por viejas que parezcan. Santificarse en la ida cristiana, decir que la libertad de los hijos de Dios es la auténtica y que la personalidad viene acarreada por las virtudes, son conceptos añejos, sabidos y olvidados; hasta el punto de que muchos "in" los tacharán, si quieren, de lo que quieran. Pero la excelencia del fundador del Opus Dei —también hay periodistas que no se atreven a hablar del Opus como no sea con sonrisita y esto es una debilidad intolerable en un intelectual que se precie—, la excelencia del autor de "Amigos de Dios" está en que, naturalmente, sí que tiene entrañables, bellas y profundas cosas que decir, acerca de las verdades religiosas, aunque no les cambie el nombre, el dibujo ni la postura. Psicólogo, hombre de fe, versadísimo en las Escrituras, en el trato de las almas, en las experiencia de haber vivido a lo largo y a lo ancho la existencia, transparente a través de su prosa diáfana la mejor sabiduría, la más fresca teología, la más acendrada fe y la más sutil ironía en ocasiones..., pero todo ello sin un adarme de pedantería. Se lee de corrida a monseñor y conforme se le va leyendo se va uno dando cuenta que debajo de la cobertura de cada frase late toda una entraña numerosa y viva de sugestiones de toda índole. Sin cambiar de pozo, encuentra siempre más profundidad, la búsqueda del agua en cisternas inéditas sino el ensanchamiento de las ya descubiertas, de las ya sabidas minas. Y no cabe novedad mayor.
Y es jugoso, deleitoso para el ánimo que padece el hartazgo de los tópicos nuevos y novísimos, leer los planteamientos que el fundador del Opus Dei hace en su libro de ideas tan generosas —y tan malversadas en ocasiones— como la "libertad", la "personalidad", el "tiempo", el "trabajo". No, no es que Escrivá quiera ser "original" en estos planteamientos (lo cual es facilísimo cambiando los datos o los muebles de sitio), sino que lo que desea ser es precisamente verídico, sin engañar y sin engañarse.
Desdeñando el "terrorismo psicológico" contra quienes quieren mantener la auténtica fe "que no se tiene sino que se vive", Escrivá invita a lo largo de esta obra a "adquirir la medida divina de las cosas", precisamente instrumentando la "libertad" que surge en el espíritu cuando cesan todas las coacciones que privan de la Gracia de Dios. Somos "radicalmente personales", al aceptar el reducto de la amistad con Dios, cuando nos damos cuenta de que —recuerda el autor citando a Isaías— "pasarán los cielos como humo y se envejecerá como un vestido la tierra"... Pero es curioso, que monseñor Escrivá, ni cuando cita a Isaías se pone catastrófico, o apocalíptico. Sonríe por debajo siempre porque como buen cristiano sabe que precisamente no hay distancia entre la cruz y la alegría.
Es buena lectura este "best-sel1er" que se llama "Amigos de Dios". Es un libro de bolsillo con cubierta de color burdeos que habla de las eternas y temporales cosas. De el Señor y de los hombres, de la miseria y el perdón, del pecado, de la lucha, del laboreo cierto y de la esperanza, de la cruz y de la dicha perpetua.
¡Qué lejos de monseñor, suponer que sus homilías un día serían, por un espacio de tiempo, el libro más solicitado! No quería que le dijesen autor y lo que deseaba es dar liebre por gato. Seguramente que él, hoy, desde su estancia, se ríe con ganas. En un pasaje de monseñor, yo no sé dónde, se dice que la risa —la buena risa— es también una acción de gracias.
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