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TERESA DE ARÉVALO (RECIENTE EL IV CENTENARIO DE «LAS MORADAS»)

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. (Diálogo) 24 de enero de 1978

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Cualquier tren pasa por Ávila. En el tren, un atardecer de un día de otoño de 1977. Cas­tilla — tenso tambor geográfico para la re­sonancia de la Historia— va que­dando atrás. La ciudad de los santos y de los caballeros expo­ne sus piedras, su muralla alme­nada, al delirio del sol poniente... Está despejado el ocaso, pero Ávi­la, desde el tren, se corona de tormenta. Es un contraste magnífico. Oro y gris envueltos en la luz declinante y gloriosa.

—¿Qué le parece el efecto?

—Maravilloso. Dentro de unos momentos va a llover sobre Ávi­la. Pero el sol, antes de morir, quiere reinar, efímeramente, sobre las almenas.

—Bonita ciudad —dice él. (Ne­gocios en Bilbao y viaje a Ma­drid).

—Bella ciudad —puntualiza la muchacha. (¿Quién sabe? Veinte años... Amigas provincianas en Arévalo, en Medina, en Tordesillas, en Madrigal. Estudios uni­versitarios en la capital).
—La gente de por aquí es ex­traña. (Comparten unos instan­tes ella y él la ventanilla).

—¿Extraña? (En la pregunta de ella hay como un ligero des­dén doblado de mohín).

—Difícil gente. Distante.

—¿Distante de dónde?

—De nuestro tiempo.

La muchacha se anuda el pa­ñuelo de viaje bajo la barbilla. Mira lejos. A un punto ideal. Una mirada que es un pensamiento. No; una mirada que es una idea. E1 viajero cree recogerla.

—¿Piensa en si quizás, toda­vía, la vida de estas jóvenes de la heroica Castilla gira en torno a la misa de nueve y al paseo, entre choperas, al atardecer? ¡Qué lata! Gravitación del Con­de de Orgaz. A todas horas, el campaneo de los conventos.

—Sí; yo puedo ser una de esas jóvenes...

—¿De veras? —sonríe él con un artificio de no sé qué mali­cia—. En todo caso, ahora va a Madrid. Se libera de San Juan de Sahagún, de San Juan de la Cruz, de San Pedro de Alcánta­ra. Estupendos santos.

La velocidad pone de pronto un viento casi atroz en la ventanilla. Y empiezan a entrarse en el va­gón unas gotas de lluvia. Él cie­rra el cristal. Permanece la mu­chacha en el pasillo, levemente apoyada la espalda en el vagón.

—¿Un cigarrillo?

—Sí, gracias: aunque apenas fumo...

No debe de estar sin embargo bien cerrada la ventanilla. Un ri­zo moreno de la estudiante flota al viento.

—¡Qué fastidio! Aún una ho­ra, o sea, hasta llegar.

Como ella calla, él inquiere:

—¿En qué piensa?

—En nada. Es decir, en Santa Teresa. O, mejor, en San Juan de la Cruz. Esas son sus tierras.

—Pensamientos rarísimos, ¿eh?

—Raros, pero ciertos.

Al hombre (¿treinta años? ¿cuarenta?) se le ha escapado la hebra de la conversación. El, de San Juan de la Cruz, nada. Mira de hito en hito a la muchacha, casi descaradamente.

—¿Qué mira?

—Decía que nuestro tiempo ... Claro, nuestro tiempo es una co­sa aparte. No me irá a decir que...

—Yo no digo nada.

—¿Le parece poco? Vamos a Madrid. Todo luz, animación, agi­tación, política, frivolidad, lucha, ocio, negocio... y se me queda di­ciendo que piensa en San Juan de la Cruz. Tiene guasa.

Y a usted,, bueno, a usted..., iba a decirle que quién le manda...

—No la entiendo; así, no la entiendo.

—Bien. Nadie tiene derecho a entender a nadie de buenas a pri­meras. Si todo lo comprendemos enseguida, es un aburrimiento.

Esbozó la muchacha una son­risa ambigua. Tan ambigua co­mo encantadora. Él iba, algo con­fuso, a formular un pretexto. Pre­textó para irse, para entrar a su asiento. Pero ella, inesperadamen­te, lanzó una carcajada. Y él no se atrevió... Durante un rato si­guieron hablando, sin ningún in­terés, intranscendencias. Entre frecuentes, cada vez más largos, silencios.

¿No te cansas? —dijo él de pronto.

—Mira, hombre; eres muy gra­cioso. Ahora me tuteas...

Lo dijo de una manera tan na­tural que él terminó de descon­certarse. Dijo una tontería:

—Claro, a una devota de San Juan de la Cruz, hay que tra­tarla a lo "vuesa mercé".

Mira ella al paisaje como si nada y luego, sin decir otra cosa se va a su asiento. El asiento de él está enfrente. Cuando entra, ella lee. Una revista. Hay otros dos viajeros en el departamento. Dos señores serios. Parecen cuña­dos. Él (negocios en Bilbao y via­je a Madrid) continúa mirándola con mucha curiosidad. Pero la chi­ca (¿De Arévalo? ¿de Madrigal de las Altas Torres? ¿de Medi­na del Campo? ¿de Tórdesillas?) no se inmuta lo más mínimo. De pronto, deja la revista y cierra los párpados. Al minuto los abre cuando entran en la estación de El Escorial. Él dice:

—No me gusta El Escorial.

Los dos cuñados inclinaron la columna vertebral hacia adelan­te. Buscaron sin interés a tra­vés de la ventanilla, desde sus asientos. Bueno; siguieron imper­térritos.

Ella, con una comenzó de bur­la, insinúa con voz desganada:

—Veo muy natural que guste o que no guste. El Escorial.

—¿Son parientes San Juan de la Cruz y El Escorial?

Los dos cuñados al oír esto les miraron perplejos.

—Por lo menos, no se llevan muchos años. Son contemporá­neos —contestó la muchacha, ju­gando con su tono de voz.

Reanudó el tren la marcha y él le dijo:

—¿Cómo te llamas? —Teresa.

o O o

Al llegar a Madrid él no se despidió hasta que no la dejó en un taxi. Se quedó algo así como plantado. Ella se volvió a decirle adiós con la mano cuando el ve­hículo se puso en marcha. Ya no pensó en nada. Sólo cuando subía en el ascensor, ya en su do­micilio, se le ocurre: los hombres son divertidos. Más cuando quie­ren conquistar una plaza. A la noche, antes de acostarse, piensa en que tiene que escribir un tra­bajo para su escuela. Estudia Pe­riodismo. Súbitamente se dice: ¡Ah! Pues la conversación con ese señor me está dando una idea: se va a titular "Santa Te­resa, 1977". Se da una palmadita en la frente.

Teresa era morena, elegante, esbelta, muy graciosa, bastante irónica. Terminará este curso sus estudios. Vive en la casa de unos parientes. No tiene novio. Tiene, en efecto, amigas en Arévalo y en Ávila. No se considera ni feliz ni desgraciada. Abre mucho los ojos cuando mira. No le gusta que abra nadie mucho los ojos cuando la miran. Ahora piensa en su tuteo súbito en el tren con aquel hombre algo raro. El hombre raro creía que la rara es ella. A ella le da risa otra vez. Pero, luego, un pensamien­to más bien preocupado se le pa­ra en los ojos. Al abrir la maleta, sin buscarlo, le sale al encuentro un libro más bien pequeño. Edi­ción moderna de "Las Moradas". Abre al azar. Lee al azar: "Nos es pequeña lástima y confusión, que por nuestra culpa no enten­damos a nosotros mesmos ni se­pamos quiénes somos".

Definitivamente el trabajo de Teresa para la Escuela de Perio­dismo se va a titular: "Santa Teresa 1977". Porque Teresa de Jesús en su "Libro de las Fun­daciones" hizo ya un género de periodismo. Y porque Teresa de Arévalo hace unos momentos ha experimentado cómo un pensa­miento se le paró y se le engar­itó en la frente. El pensamiento de Teresa de Arévalo era poco más o menos el mismo que el de Teresa de Ávila cuatro siglos atrás: "Es pequeña lástima y con­fusión que por nuestra culpa no entendamos a nosotros mismos ni sepamos quienes somos".