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PERFIL"

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. (Diálogo) 14 de octubre de 1977

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La retórica —Verlaine, es sabido, quería retorcerle el cuello a la retórica— sustituyó siempre el perfil por los flecos. Las cosas suelen tener su límite neto, su contorno. El límite, per­mite la definición y el concepto; el límite hace posible la lógica. Pues bien, la retórica orla de co­lores, y tijeretea, y difumina cualquier precisión. Las cosas con retórica suelen quedar "bonitas" para el veedor corriente, pero confusas.

No se crea que nuestra época —muy pagada de funcionalismos y de autenticidades— ha termi­nado con la retórica. Aunque presumamos en vida y costumbres de "estilo directo", lo indudable es que nos vamos quedando sin conceptos y sin definiciones; es decir, estamos empezando a no saber exactamente qué es esto y qué es aquello. Es curioso que la pedagogía moderna no quiere conceptos y abomina las ideas previas. Casi va sucediendo esto también en ciertos sectores re­ligiosos muy celosos de la pasto­ral y un tanto "deshabillé" en la postura doctrinal. El mundo moderno, en su pensamiento, parte casi siempre de bases existenciales. Pero el existencialismo, ¿no es otra retórica?

El curso vital de cada hombre —se arguye— es como un zig­zagueo indeciso, desflecado en in­coherencias cuando el puño de una voluntad fuerte no acierta a sujetar disidencias. Está claro que, por naturaleza, somos disi­dentes, disidentes de nosotros mismos. La existencia es puro agonismo, y si se quiere, puro drama interior. Aunque nuestra fachada al mundo sea aparente­mente serena, aunque las líneas externas de nuestra actuación se alineen en geometría armónica como las estructuras de un Partenón, bien sobre cada cual, bien sabe cada uno de nosotros que el "interior del templo" se debate en curvas y contracurvas, en truncados anhelos, en pánicos, temores y en orgiásticos delirios. La vida es así. Sin embargo, por lo menos desde los filósofos grie­gos acá, siempre se supuso que a esta magma emocional, hirviente, que es la vida en su estrato hondo, había que superponer, co­mo una disciplina, la fuerza de la razón y del espíritu. De tal forma, que el fleco existencial pudiera recortar en lo posible sus hilachas patéticas, más bien sucias del barro de la tierra. Por­que si la vida es ese volcanismo dramático de anhelos y pasiones, la vida del hombre es también razón. Y la razón es tan natu­ral como los mismos instintos. La razón no es un artificio de orto­pedia agregado al hombre: forma también parte de su natu­raleza. Es más, constituye el ápi­ce de su ser el fundamento. Tan "existente" es la razón, como la sed y el hambre. Pero más noble. Nuestro tiempo, que abomina de racionalismos, empieza a olvidar estas cosas. Los problemas no se suelen someter ya al "tratamien­to" racional, sino —repetimos— al existencial. Eso implica, pre­cisamente, una mutilación de la existencia. Nuestra índole huma­na demanda, para el conocimien­to y para la actuación, la ley, la norma, el concepto, la definición, la idea; así, el mundo caótico puede "ordenarse". No podemos olvidar que somos colaboradores de Dios en la "ordenación del mundo".

Pienso que el existencialismo y sus derivados significan una nue­va retórica desde el instante en que dedican su atención más al ruido —o, incluso, a la música misma— que los simples hechos imprimen en la vida, que a los perfiles que la señalan y partan. El color y el fulgor, la pasión y el deseo, son realidades huma­nas, pero no constituyen todo el hombre. El existencialismo es pu­ro impresionismo. Sustentar la creencia en un mundo de formas, de esencias, de dibujos, de perfi­les, no es retroceder, sino avan­zar, al modo como, con picos y palas, el explorador acierta a internarse en el bosque inmenso y sin ley. Es retórica abandonar­se a la voluptuosidad de la pro­pia dicción de los instintos. Es retórica ceñirse al "hecho" sim­ple, siempre enmarañado, rara vez tronco firme. Porque es cier­to que los "hechos" nos caracte­rizan, nos salvan o nos conde­nan. Pero, ¿por qué sospechar que los hechos mandan en nos­otros y no nosotros en los he­chos?

—Pero, ¿usted qué entiende por retórica?

—Un falseamiento. Una desme­surada atención al calor y al co­lor.

—Pero eso pertenece mas bien a la estética. Usted habla de la retórica como si se tratase de una filosofía. Usted involucra la cues­tión.

—Yo entiendo la retórica como un desequilibrio. Mire; en otros tiempos, el color se vertía todo en el espíritu. Fue la retórica de la razón; racionalismo. En otras ocasiones, el color y el calor se dedicaban casi exclusivamente al sentimiento, al alma: fue la re­tórica romántica. La de nuestro tiempo carga todos sus acentos en el hecho. Pero los hechos, huér­fanos de ideas, sin raíz épica ni lírica, ni racional —vivimos una época antirracionalista, antihe­roica y antisentimental—; los he­chos sin raíz y sin flores, sin sus­tentación, sin péndulo que les una a nada ajeno a ellos mismos, son más bien hongos. El existen­cialismo es un cultivo de hongos a gran escala. No cabe retórica más sombría.