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LA FLAUTA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 31 de marzo de 1973 (Pensamiento y opinión)

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Muchas personas, por siste­ma, hablan mal de los programas de televisión. Y hasta le achacan una función adormecedora de los es­tímulos personales. Esta crítica se va haciendo ya tópica. Se cree, por algunos, que la televisión —y sobre todo la española— es como una fá­brica a todo funcionamiento de ese "producto" —o "subproducto"— que hemos dado en llamar "hom­bre masa". El otro día, el padre Llanos escribía un artículo noto­riamente exagerado y hasta quizá con ribetes de injusto. Decía el padre Llanos que drogadictos no son únicamente los que toman ma­rihuana (marihuana por lo menos), sino también los que nos dejamos ganar, día a día, por convenciona­lismos, costumbres, usos, tradicio­nes, fiestas, diversiones y aficiones que nos inculcan las revistas ilus­tradas y los programas de televi­sión. Según el padre Llanos (que merece todos mis respetos), tan drogadicto es el que se entrega al "azúcar maldito" de la droga, co­mo el que mata sus individuales criterios sumiéndose en las evasio­nes que le suministra una fiesta tradicional, una revista deportiva o de sociedad, etc. (Pero, ¿qué quiere el padre Llanos? ¿Quiere que todo el mundo se ponga a leer "Cuadernos para el diálogo", o que la gente no se fugue para divertir­se, apelando a una verbena, sino acudiendo a una conferencia de minorías o de capillitas selectas, y siempre con el temario socio-polí­tico-cristiano-cultural?)

Bueno; empezaba yo este artícu­lo diciendo que se habla mal de los programas de televisión. Defec­tos habrá —hay— en la televisión, pero vamos a reconocer que no son todos los garbanzos duros, ni todos los garbanzos negros, en el cocido. Recuerdo en estos instantes, pre­cisa monte, un espacio televisivo muy incisivo en su argumentación y en su exposición: espacio que me sugirió el artículo que estoy escri­biendo. El guión creo que era de Alvaro de la Iglesia. Contaba el caso de un músico joven, militan­te en una orquesta de ritmos modernos. El hombre se desmelenaba y desencuadernaba el gesto —y no rompía la guitarra por milagro— en sus interpretaciones abracada­brantes. Delirio de movimientos, de gritos, de contorsiones, de meneos. Bien; pero nuestro joven termina­ba su actuación en la sala de fies­tas, y ¿saben ustedes lo que hacía? Tranquilo ya —peinado ya, ya se­reno— pasaba por casa y tomaba su flauta. ¿Su flauta? Sí, cogía su flauta y —más peinadito, más tran­quilo— paraba un taxi y se dirigía (botándole el corazón dentro, sa­tisfecho, como una pelota henchi­da) hacia el local donde ensayaba la Orquesta Filarmónica. Porque resulta que nuestro hombre, era un tremendo adicto a la música clá­sica y que, nada más para ganar­se la vida, dedicaba dos horas ca­da jornada a desmelenarse, a des­encuadernar el gesto, a amenazar con el grito, a aporrear con el mi­crófono, en las salas de fiestas res­pectivas. Por lo demás, su máxima ilusión era llegar a ser un notable ejecutante en la orquesta clásica. Claro está que esta aspiración, en su caso, era casi inconfesable. Nuestro hombre —el del guión de Alvaro de la Iglesia— no declara­ba a nadie (porque la confesión po­día acarrearle efectos fatales) su secreta vocación. Así es que su do­ble personalidad era ostensible. Como su auténtica calidad de mú­sico "figurativo" no le daba para comer, pues abdicaba —¡qué se le va a hacer!— convirtiéndose dos horas diarias en músico "de fi­gurón".

El guión tiene miga, ¡eh! Por supuesto tiene tipo de ejemplar fá­bula o apólogo. Recordando el ca­so del flautista vergonzante, yo pienso ahora que casi todos, poco más o menos, en algunas ocasio­nes, hacemos lo que él. Pienso que todos estamos interesadísimos en gustar, en estar al día, en parti­cipar en las corrientes actuales, en sumirnos en el cauce de lo nuevo. Esto es bueno; pero no hasta el punto —estimo— de llegar al caso del pobre flautista. No hasta el ex­tremo de confundirnos en el nú­mero de los incondicionales y entusiastas de la ultimísima hora. No hasta la indignidad de abdicar de nuestras íntimas convicciones. No hasta el ridículo de borrar lo que somos —porque a lo mejor lo que somos no se cotiza— en bene­ficio de lo que queremos parecer, alineando nuestros usos, ideas, aficiones y juicios, con los gustos, usos, juicios y criterios de alta co­tización en la bolsa de la literatu­ra actual, del arte actual, de la actual moda teológica, etc., etc.

Yo admiro bastante —a ratos— la literatura hispanoamericana, pe­ro desde luego no desearía que mi entusiasmo creciera tanto que me llevara algún día a decir que "Cien años de soledad" es obra que por lo menos iguala a "Don Quijote de la Mancha". Yo les he dicho en innúmeras ocasiones a alumnos de Historia de Arte que Picasso y Braque, y Tapies, y Kandinsky son artistas geniales. Lo que no quisie­ra es ponerme tan rabiosamente al día que llegase la lección en que dijera: "Amigos, os aseguro que es ahora cuando de verdad comienza con epígonos de Picas­so, Braque y Kandinsky, la genuina pintura". Y yo participo de la idea legítima y necesaria y ortodoxa de que la Iglesia Católica debe reno­varse y que todos estamos obliga­dos a hacer efectiva esa renova­ción. Pero, ¿podré sustentar yo al­gún día —si no quiero parecerme al flautista de la Filarmónica qué se deshilachaba en la orquesta de ritmos con mucho ritmo—; podré yo insinuar algún día, equívoca­mente, en un exceso de condescen­dencia ecuménica, que hay que "es­tudiar" lo de la Resurrección de Cristo, o lo de la Eucaristía, o lo de la Virginidad de Nuestra Se­ñora o lo de la infalibilidad ponti­ficia, o lo del Magisterio de la Iglesia, o lo de los Milagros de Nuestro Señor, "a la luz" de la teología de Bultmann? ¿.O que es bueno adaptar las enseñanzas de las Encíclicas de Pablo VI a las in­terpretaciones de los concilios y subconcilios holandeses?

No, y mil veces no. Yo no debo, ni quiero, ni puedo incurrir en esas actitudes porque ante todo yo soy devoto de la orquesta y nada más, ocasional y efímeramente especta­dor del conjunto. Y si es natural que Picasso y Braque y Tapies hagan surgir mi aplauso, jamás estaré obligado a considerarles aca­paradores de mi entusiasmo eter­no. Y si los novelistas americanos, si Borges, si García Márquez, si Cortázar, llegan alguna hora a eri­zarme emociones, ¿me voy a unir por eso al coro de los fanáticos que bailan y bailan y vuelven a bailar al son del pandero que esos excelentes novelistas pulsan? Pe­ro tampoco —a pesar de que quie­ro estar al día— deseo de ninguna manera que me conquiste el progresismo católico radical por muy ilustres que resulten sus impulsores.

Porque yo me complazco en repetir —aunque la insistencia no guste o guste menos— que lo que de verdad a uno le agrada es ser modesto músico flautista de la Fi­larmónica y no "divo" de conjun­to. Así es que no tengo más reme­dio que confesar que elijo siem­bre, para confortante evasión, mi flauta. Y que si, acaso, he leído un capítulo de "Cien años de soledad" con gusto, mi verdadera emoción brota cuando me traslado, por ejemplo, a uno de los libros deli­ciosos de "Azorín". Y que si, como todo el mundo, opino, cuando se presenta, que los ritmos modernos "tienen de bueno que tienen mucho ritmo", luego, al llegar a casa le digo a Rosa, a mi mujer, que si me quiere poner música de Bach, de Beethoven, de Mozart, de Haynd...

Y tras asistir con verdadera com­placencia a una charla en la que se me habla del contexto socio-religioso-político de la sociedad española —con citas de San Pablo y de Rabindranath Tagore—, a mí lo que de verdad me pone ancho el corazón es encontrarme luego a un cura con sotana que sale de su iglesia y que acaba de entonar en latín, ante el Santísimo Sacramento, en fervorosa oración, aquellos versos del "Pange Lingua", com­pendio y símbolo de la verdadera, genuina, auténtica, renovación religiosa: aquellos versos que dicen bellamente "Recedant, vetera; no­va sit omnia; corda, voces et ope­ra". ("Retroceda lo viejo; todo sea renovado; el corazón, las palabras y las obras").